Israel-Palestina, el cruce descalzo
Oriente Medio. La autora cruza el borde caliente donde la guerra siempre está a punto de estallar.
Seguir órdenes es lo primero que se hace apenas se llega a un aeropuerto internacional. En pos del ya remanido “bien superior” –la seguridad– debemos adiestrarnos en la docilidad e imitar los movimientos de quienes nos preceden en la fila luego de atravesar Migraciones. Quitarse las zapatillas es algo de mal gusto, un gesto de comodidad entre conocidos y de confianza excesiva fuera del ámbito doméstico. Es obsceno ver los pies del prójimo. Mostrar los propios resulta vergonzante. Sin embargo, nos quitamos el calzado para entrar a Estados Unidoss, países de Asia, de Europa.
Años después de haber visitado Israel y Palestina por primera vez, el discurso literario, periodístico y analítico aún lucha por salvarse del ácido volátil de aquel gran relato pulpo que parece envolverlo todo con su inteligente retórica: la propaganda. Aquella abuela sabia y tejedora sagaz deja de ser eficiente –como antaño– para generar preguntas. Y elabora, en cambio, inteligentes y emocionales consignas. Repetirán, repetiremos: no es fácil escribir sobre Israel y Palestina si no se es palestino, árabe, israelí o judío. Pero tampoco es imposible.
Así como los aeropuertos piden identificaciones, visas, antecedentes, demostraciones de buena conducta, al demasiado curioso viajero en Oriente Medio se le exige, a veces de manera disimulada y amable, cierta legitimidad simbólica, una carta invisible de buena intención en la mayoría de los casos. En el peor, la violencia cotidiana que imposibilita, por ejemplo, que un israelí viva en Palestina. Que un palestino pueda pasar al otro lado del muro que divide su propio país, de la otra parte que llega a la frontera con su vecino, sin ser revisado e interrogado en un puesto de control del Ejército. Que un periodista paulista con una agenda repleta de nombres en árabe sea desnudado en Ben Gurion, y obligado a abrir su correo electrónico ante los militares.
Los bordes se cruzan, si simplificamos, para realizar una inmersión o para huir. En el caso de Israel y Palestina, como ocurre en algunos textos compilados por María Sonia Cristoff en Pasaje a Oriente (FCE), la sensacion de exotismo prevalece y ahí radica hoy el peligro potencial: mantenerse, en este siglo XXI, del lado del turista impune (y es verdad que muchos pueden recorrer el territorio sin anoticiarse del conflicto; miles de dispositivos, desde las maquinarias de turismo religioso hasta los spas medicinales y estéticos del Mar Muerto operan para eso). Pero afuera suele ganar la noción de frontera en cuanto a gigante hiperbólico que acentúa la diferencia y la beligerancia. Y también la estigmatización, al reproducir falacias que identifican al pueblo judío con el gobierno de Israel, a los palestinos con el terrorismo, mientras no se cuestiona, como pedía Edward Said, la representación que de ellos siempre elaboran los otros. Las reacciones nunca son tibias; lo vimos en la última guerra en Gaza. Las fronteras se cruzan: los militantes del territorio y la web pelean su batalla. Muchos se quejan por la intromisión extranjera. Aunque las estrategias nacionales son diferentes: Palestina pide que el resto del mundo intervenga. El ministerio de relaciones exteriores israelí no. Incluso, redacta geniales cartas antes de deportar a hombres y mujeres de ONG de Derechos Humanos que vuelven a revalorizar el trabajo político del escritor (de la escritura): “Estimado activista: Apreciamos tu decisión de elegir a Israel como objetivo de tus preocupaciones humanitaria: la única democracia en Medio Oriente...” (...)