Novela en clave, de sesgo autobiográfico
Entrevista a Tomás Abraham. El filósofo -y columnista que desdeña la corrección políticavenía de publicar La dificultad, su primer relato.
Desprejuiciada y ecléctica, en el sentido clásico del término, la obra ensayística de Tomás Abraham ha influido en todo el arco de las ideas, sea con adhesión o rechazo. El profesor que en la posdictadura fundó el Colegio de Filosofía, desde donde implantó a los filósofos postestructuralistas que hasta entonces solo habían circulado en cursos subterráneos, se consolidó en los años 90 como un polemista sin rival, con un pensamiento que nunca se atuvo a la corrección política ni a las persuasivas comodidades de los dogmas nac&pop.
Tomás Abraham hizo suyos y divulgó con pasión a Michel Foucault, Gilles Deleuze, Alain Badiou, “pensadores bajos” y altos nombres apenas mencionados en el periplo parisino del estudiante Nicolás, el joven sin apellido, protagonista excluyente de su primera novela. En nuestro diálogo Abraham dejó en claro que quiere debérselo todo a sí mismo y a su álter ego en
La dificultad. Aunque la publicidad de una radio la describa como “una autobiografía ficcionalizada”, según él “todo es ficción” solo que al hablar de Nicolás va a su propia vida sin advertirlo.
Hace dos meses el polemista clausuró sus columnas en el diario Perfil (“C´est fini”), desalentado ante las reacciones por la muerte del fiscal Alberto Nisman. Pero en verdad, hablamos muy poco de eso y bastante de la novela.
–¿Por qué, en plena madurez de tu obra crítica, te volcaste a la ficción?
–Hay algo que siempre quise entender: ¿cómo se puede cambiar de vida? Pero no cambiar de trabajo, casarse, no; quise explorar cómo, a partir de un cambio sutil, se puede ser otra persona.
–Un “acontecimiento” para el sujeto, que seguirá nuevas premisas.
–¡Eso!, un cambio, sos otro. Claro que no cambiás de identidad. No importa eso; no me refiero a un proceso, un cambio gradual. Eso es lo que yo quería entender en La dificultad.
–Nicolás evoca una biblioteca generacional. Pero es un roman à clef, novela en clave con nombres cifrados. Todos esos profesores argentinos instalados en París ...
–Bueno, algo de eso hay. Lo del roman à clef me parece muy bueno. De Los reventados de Asís tal vez tomé la venta de choripanes mientras marchan a Ezeiza. Sabato era mi héroe, más aún lo era Abelardo Castillo. Pero no están Michel Foucault, ni Alain Badiou, ni Juan J. Saer, a quienes conocí fugazmente en París. Me planteé una novela de iniciación a lo Herman Hesse, como Demián.
–En el menemismo y el kirchnerismo no fuiste cortejado por la oficialidad pero sí lo fueron tus antiguos colegas.
–Durante el menemismo me invitaron a la Feria del Libro de Jerusalén porque les había gustado un artículo mío. Pero hablé mal del Estado de Israel, de las bombas, etc. Y ya nunca más. Y en 2005 fui invitado a Caracas. Yo había sacado un artículo contra los cogotudos que criticaban al populismo (Aguinis, Sebreli y Cía). Eso le encantó a alguien de Cancillería. Y en Caracas en vez de hacer lo que hacía toda la delegación, que era comer gratis, me encerré en el Hilton durante tres días y me compré los diarios de la oposición. Fui a dar mi charla con todas las estadísticas contra Chávez; luego vinieron a verme funcionarios chavistas a agradecerme que difundiera lo que ellos no podían decir. Ahí acabó mi relación con el oficialismo.
–¿Cómo definirías la transformación del campo cultural en estos años?
–Bueno, se ha vuelto necio o fanático, se ha vuelto poco creativo, enfermo. Yo cada vez pienso más en términos de salud y enfermedad, como en el siglo XIX ... No de izquierda y derecha. A mí lo que me importa es cómo es K, cómo es PRO, o cómo es católico, o judío. Me interesan las mentes.