CUANDO LA PESTE CORTEJA EL CARNAVAL
Escribe Carlos Gamerro. De Bocaccio a Herzog y Bergman, a través de Artaud y Camus: relatos, pintura y filmes que retratan la danza macabra y liberadora tras el terror del contagio. Nos invita a bailar un gran novelista.
Lejos de liberarnos de las convenciones y ataduras sociales, la pandemia nos convierte en buenos ciudadanos, obedientes de la ley y respetuosos de las autoridades, al menos cuando estas parecen cumplir con sus deberes. La lectura de algunas novelas y varios films pueden consolarnos un tanto de la sensación de estafa que arrastramos en estos días: el cine catástrofe nos había prometido el frenesí de una plaga zombi al estilo de la película Guerra Mundial Z y lo que nos entregaron es la eterna cuarentena virtual de The Matrix.
Por contraste, en el primer capítulo de El teatro y su doble, titulado “El teatro y la peste”, Antonin Artaud revive el antiguo tópico de la peste liberadora, celebrando el carácter festivo, gozoso y orgiástico de la epidemia: “Cuando la peste se establece en una ciudad, las formas regulares se derrumban. Nadie cuida los caminos; no hay ejército, ni policía, ni gobiernos municipales El hijo hasta entonces sumiso y virtuoso mata a su padre; el continente sodomiza a sus allegados. El lujurioso se convierte en puro. Ni la idea de una ausencia de sanciones, ni la de una muerte inminente bastan para motivar actos tan gratuitamente absurdos ¿Cómo explicar esa oleada de fiebre erótica en los enfermos curados, que en lugar de huir se quedan en la ciudad tratando de arrancar una voluptuosidad criminal a los moribundos o aun a los muertos semiaplastados bajo la pila de cadáveres?”.
Esta imagen carnavalesca de la peste se remonta, en Occidente al menos, a las danzas macabras de la Edad Media, en las cuales la muerte se presenta con una doble faz: la liberadora, que invita a todos a una última fiesta fraterna; y la de gran igualadora, la potencia, si no justiciera –pues pagan justos y pecadores–, al menos democrática, que alcanza a todos por igual: emperadores, papas, campesinas y artesanos van tomados de la mano, bailando hacia su destino final. La podremos descubrir en el cuadro
El triunfo de la muerte (c. 1562) de Pieter Brueghel y en la serie de grabados de La danza de la muerte (1538) de Hans Holbein el joven. Pero también en el final del film El séptimo sello (1957) de Ingmar Bergman, en el baile y el banquete de los contagiados en la plaza de la ciudad de Wismar en Nosferatu (1979) de Herzog.
Albert Camus dedica algunas páginas de
La peste al contraste entre estas “ficciones literarias” y la experiencia vivida de sus personajes. La palabra “peste” no contenía sólo lo que la ciencia quería poner en ella, sino una larga serie de imágenes extraordinarias que no concordaban con esta ciudad amarilla y gris que negaba casi sin esfuerzo las antiguas imágenes de la plaga.
Basta leer unas páginas de La peste para sentir la distancia que media entre aquellas “imágenes extraordinarias” y las suyas propias. Novela medida, de tiempos lentos y prosa mesurada, renuncia a las escenas espectaculares; su teatro es una ciudad “feliz, en suma, si es posible que algo sea feliz y apagado”, cuyos protagonistas son hombres y mujeres comunes, que en otras circunsnovela de la peste, a la cual todas las otras remiten, el Diario del año de la peste (1722) de Daniel Defoe, a quien Camus cita en el acápite. Tampoco en la obra de Defoe encontraremos el más mínimo desborde orgiástico, liberación o descontrol dionisíaco: no hay carnaval, ni fiesta de locos, ni fraternización en la vía pública. Hay, sí, un poco de locura, pero en modo alguno festiva: profetas desnudos que anuncian el fin del mundo, enfermos enloquecidos que se arrojan al río para escapar del tormento de las bubas, borrachos que se congregan frente a las fosas comunes para beber a la salud de las pilas de cadáveres y burlarse de la piedad de los deudos, y que al cabo de dos semanas han contribuido a llenarlas con sus cuerpos.
Mientras Florencia es azotada
El tópico de la peste liberadora aparece, sí, en el Decamerón de Boccaccio, aunque con significativas variaciones, que luego interpretaría en su versión cinematográfica Pier Paolo Pasolini. La estructura es conocida: diez jóvenes –tres varones y siete mujeres deciden refugiarse de la peste que está devastando a Florencia en una casa de campo, y pasan los días bebiendo, comiendo y contando cuentos, uno por día durante diez días. La novela comienza, y está enmarcada por una descripción de los estragos de la peste en Florencia, que el autor narra en primera persona: “Y en tan gran aflicción y miseria de nuestra ciudad, estaba la reverenda autoridad de las leyes, de las divinas como de las humanas, toda caída y deshecha por sus ministros y ejecutores que, como los otros hombres, estaban enfermos o muertos o se habían quedado tan carentes de servidores que no podían hacer oficio alguno; por lo cual le era lícito a todo el mundo hacer lo que le pluguiese”. El filósofo soviético Mijail Bajtín, en su fundacional estudio sobre la cultura de la risa, la fiesta y el carnaval, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, resume de este modo el rol de la peste en el proyecto de la novela: esta da el derecho a hablar de otro modo, de encarar de otra manera la vida y el mundo; todas las convenciones son anuladas, así como las leyes “tanto divinas como humanas guardan silencio”. La vida es sacada de su orden banal, la telaraña de las convenciones es desgarrada, todas las fronteras oficiales y jerárquicas son abolidas, se crea un ambiente específico, que acuerda el derecho exterior e interior a la libertad y a la franqueza. Incluso el hombre más respetable tiene el derecho de dudar
con las “calzas en la cabeza”. Pero también es cierto que esta liberación no se da entre quienes viven en medio de la peste y se han resignado a morir, sino entre quienes han logrado hurtarle el cuerpo (y tampoco es, digamos, la joda loca, no se la pasan de orgía en orgía, lo más atrevido que hacen es contar historias picantes). Este frugal viva la pepa de los diez jóvenes se parece menos a las imágenes apocalípticas de Artaud, o a las noticias sobre las “fiestas de contagio” realizadas en Berlín o Miami, que a la juiciosa reclusión en un country con todas las comodidades mientras se joden los de afuera, como la fiesta del príncipe Próspero, en “La máscara de la muerte roja”, de Poe, pero sin que esta llegue cuando el reloj da las doce. Tales ficciones literarias o cinematográficas de la peste no dejan de tener su atractivo, sobre todo cuando se quedan en la literatura y el cine. Pero pueden volverse riesgosas si se las toma literalmente y se proponen como curso de acción, como parece suceder en el texto sobre la presente pandemia “Desobediencia, por tu culpa voy a sobrevivir”, de la artista y activista boliviana María Galindo, leído por radio el 26 de marzo de 2020 y luego publicado en el ebook Sopa de Wuhan: “Que la muerte no nos pesque acurrucadas de miedo obedeciendo órdenes idiotas, que nos pesque besándonos, que nos pesque haciendo el amor y no la guerra. Que nos pesque cantando y abrazándonos, porque el contagio es inminente. Porque el contagio es como respirar. No poder respirar es a lo que nos condena el coronavirus, más que por la enfermedad por la reclusión, la prohibición y la obediencia”.
Me viene a la mente la película Nosferatu y una inolvidable escena, cuando ya la muerte es inminente y la peste encarnada en ratas ha invadido todo el pueblo, se sientan tod@s en una gran mesa en la plaza a compartir un banquete colectivo de resistencia. Así que nos encuentre el coronavirus, listas para el contagio”. Nada puede objetársele al señalamiento de la imposibilidad de imponer, en los países tercermundistas, medidas copiadas de los países desarrollados, sobre todo en el contexto del golpe de estado boliviano; pero una cosa es plantear que un gobierno ilegítimo y autoritario aprovecha la pandemia para ejercer su poder (no difiere mucho de lo que plantea Camus en su novela) y otra muy distinta confundir, así sin más, desafío a la epidemia con desafío al gobierno. Podría decir que la propuesta de Galindo, si la tomamos literalmente, se parece menos a un acto de resistencia popular que al suicidio colectivo de una secta.
Leí y releí el texto de Artaud muchas veces a lo largo de mi vida, encontrándolo siempre poderoso y sugestivo; leído en el contexto de una epidemia, su exultación celebratoria resulta algo infantil, casi frívola. Pertenece, no a la experiencia de la peste, sino al imaginario de la peste, uno que se construye, como tantos, no a partir de la experiencia de la peste, sino de lo que se imagina como su opuesto: la vida cotidiana, con toda su sumisión a la rutina, la moral y a las leyes. “Ojalá venga una peste que nos libere de estas cadenas”, murmura el romántico mirando por la ventana, un poco como los antiguos romanos del poema de Kavafis, que anhelan la llegada de los bárbaros para que acaben de una vez con tanta decadencia, sin imaginar que la peste sólo traerá más sumisión, más represión, más tedio. Sus visiones pertenecen al sueño de la peste y al deseo de la peste; sueño y deseo sólo pueden abrigar quienes nunca vivieron una peste de cerca. Es comprensible. La peste no formaba parte ni de su dolorosa experiencia, ni de su horizonte de expectativas; como tampoco de los nuestros, hasta hace unos tres o cuatro meses.