Homo búnker, visiones de la reclusión
Orígenes del encierro. Desde las memorias escritas en prisión hasta el gozoso retiro voluntario, cómo pensar la ciudadanía en el confinamiento.
Un nuevo ser ha nacido. Ya está entre nosotros. En la contracara de la literatura de viajes, de En el camino, de Jack Kerouac, de los paseos urbanos de Baudelaire y las exploraciones de Joseph Conrad y Rudyard Kipling. Hablamos de Anna Frank, Franz Kafka, Virginia Woolf. Robert Walser en su voluntario asilo psiquiátrico alpino. Ellos son algunos de los muchos ancestros del Homo Búnker.
Fernando Pessoa consagrado en la Lisboa del Libro del desasosiego. Miguel de Cervantes encarcelado en Sevilla, imaginando El Quijote. Antonio Gramsci con sus 32 Cuadernos de la Cárcel. El César Vallejo que escribe Trilce en una celda. Pero también el Juan Carlos Onetti que pasa quince años en la cama. El Osvaldo Lamborghini recluido en una carpa en su propio living, en su exilio de Barcelona. Son sólo algunos de los muchos precursores literarios del confinamiento humano actual.
Y continuando: D-503 y O-90 en la novela Nosotros, de Yevgueni Zamiatin. Winston Smith en 1984 de Orwell. Quiquito en Los Pichiciegos de Fogwill. Y los multiplicados Danieles en La posibilidad de una isla, de Michel Houellebecq. Desde el universo audiovisual también nos llega el personaje de Desmond Hume en la serie Lost: bajo encierro en la Estación Cisne, conminado a apretar cada 108 minutos una tecla de computadora para salvar el mundo. Muchos antepasados en la ficción. Y miles de habitantes en el planeta hoy, circulando ya de manera limitada, con un permiso en la mano, antes de volver a la madriguera.
El Homo Búnker también nace de la profunda dimensión existencial que ha tenido el encierro en Occidente. Desde el fondo de la historia, nos llegan los casos de los discriminados, los recluidos por sus anomalías físicas, los encerrados extremos que también alimentaron con fuerza la máquina del cine. Ahora la pérdida del espacio público y las calles está dando lugar al surgimiento de un nuevo orden biopolítico, otra división de la especie. Nos afantasma pensar que estemos ante el declive de la edad nómade y de lleno en una radicalización de ese sedentarismo iniciado con la organización del saber en las sociedades informatizadas y cuyo corolario es ahora el home office.
Nosotros, con la memoria de los campos de concentración y los genocidios del siglo XX, hemos asistido a su gestación. Emplazados en la transición, entre los no-lugares de grandes dimensiones –los aeropuertos, los centros comerciales–, y la era del turismo global, testigos de la museificación de las ciudades, asistimos al salto hacia el Homo Búnker. Hacer click con el control remoto, ¿es eso todo lo que perdura de nuestro instinto de cazadores? ¿Caminar hasta la alacena, levantar mancuernas en el balcón, eso lo que nos queda de los antepasados nómades? Podés cambiar el sol / Y esconderte si no quieres verme. Sientes el encierro / Yendo de la cama al living, cantaba Charly García en los 80.
El Homo Búnker no nace libre de culpa. En la contracara de los seres desarropados de la imagen y la semejanza de Dios, están Auschwitz, la ESMA y la Isla de San Simón. Y también Li Wenliang –oftalmólogo del Hospital Central de Wuhan, el primero en alertar en diciembre de 2019 sobre la amenaza del contagio– y Daniela Trezzi –terapista del Hospital San Gerónimo de Monza, en Italia–, ambos víctimas del Covid.
El Homo Búnker fue gestado a fuerza de altas dosis de apatía e Internet, series de TV y streaming. No es casualidad que buena porción de nuestra literatura moderna haya nacido en el siglo XVIII: coincide con el surgimiento de las habitaciones personales. Así como la aparición del libro impreso produjo un nuevo tipo de soledad lectora –impensable en los tiempos de los códices medievales y de la lectura en voz alta en los monasterios–, la novela y la poesía sentimental modernas son hijas de un nuevo tipo de individualismo intimista: el que nace con el acceso a cuartos privados para una mayor cantidad de habitantes.
En 1794 el francés Xavier de Maistre escribe el testimonial Viaje alrededor de mi cuarto (1794). Parodiando la literatura de viajes, concibe el periplo menos arriesgado. Condenado a sufrir seis semanas de arresto domiciliario, por batirse a duelo en Turín, viaja y se detiene en los detalles de su reclusión: “El placer que uno siente viajando por su cuarto está libre de la envidia inquieta de los hombres… ¿Existe, en efecto, un ser lo bastante desgraciado, lo bastante abandonado para no poseer un cuartucho donde poder retirarse y esconderse del mundo? Estoy seguro de que cualquier hombre sensato adoptará mi sistema, cualesquiera sean su carácter y temperamento; nacido en zona tórrida o cerca del polo: puede viajar como yo [...] en la inmensa familia de hombres que hormiguean por la Tierra, no existe ni uno –no, ni uno (me refiero a los que viven en habitaciones)– que pueda, tras leer este libro, rechazar la nueva manera de viajar que introduzco en el mundo.” Y plantea de Maistre las ventajas del viaje imaginario para los enfermos y temerosos, contra las inclemencias del aire, para mantenerse a salvo de robos y precipicios. Señala parte de las rutinas precursoras del Homo Búnker: pasearse por su cuarto sin ruta, rara vez en línea recta.
Vemos la obra del artista japonés Tatsumi Orimoto, que fotografía a su madre en la serie In the Box, 2002: en una caja, dentro del departamento. Alguna obra de Edward Hopper, maestro en la representación de la soledad en espacios sórdidos, quien desde los años 50 entrevé una Nueva York vacía. Concluye con la astronauta estadounidense Shannon Lucid observando trigo de crecimiento rápido en un cultivador-svet: la Salad Machine de la NASA, un mini-invernadero capaz de producir zanahorias y lechugas en 2,8 m2. ¿Souvenirs de la agricultura en cápsula? El Homo Búnker también ha sido forjado a partir de la vida en el espacio exterior. Tal vez los programas para la vida fuera del planeta hayan sido en realidad ensayos para nuevas formas de existencia en la Tierra.