Baile de a dos: ¡volvimos a las pistas!
Otra vez, sin barbijo. El Covid provocó giros y distancias inéditos. Del swing al chamamé, del vals al tango, la danza enlazada siempre superó peripecias.
París, 1912. El mordaz cronista y caricaturista Sem (Marie Joseph Georges Goursat), testigo directo del furor del tango, describe a los bailarines “reunidos, apiñados en tres salas desnudas, arriesgando la más estrecha promiscuidad (…) Esas gentes, después de haber mezclado su aliento, su transpiración, sus jugos, enmarañado sus rodillas, trenzado sus piernas, fundido sus carnes erizadas de deseo, después de haber estado mezclados, amalgamados, movidos durante horas por el dulce mecanismo de este batido musical, retoman a la salida, con su vestuario, sus prejuicios, desdenes y distancias…”.
Más de un siglo después, la escena podría desarrollarse en París o en Buenos Aires, de no ser porque el Covid la volvió absolutamente inconcebible. En la larga historia de censuras del tango, la pandemia instauró una nueva proscripción, en este caso inexorable, y abrió un angustioso interrogante sobre el futuro de las milongas. En el circuito de los salones de tango confluyen todos los factores de una “tormenta perfecta”: la proximidad física que requiere el baile combinada con la alternancia continua de parejas, la constante llegada de extranjeros a las pistas, esencialmente cosmopolitas, y la significativa proporción de personas mayores de sesenta años en su heterogénea composición demográfica. No es difícil suponer, entonces, lo mucho que se hará esperar el regreso a una “normalidad” pos-cuarentena.
Pero si las circunstancias del ecosistema milonguero son especialmente críticas, la suspensión y la incertidumbre son comunes a las bailantas chamameceras de Resistencia, los salones de swing, las guinguettes de bal musette en las afueras de París o los salones veracruzanos de danzón: todos los bailes sociales de pareja tomada se reanudarán mucho más tarde que la mayoría de las actividades recreativas de cualquier clase que se quiera imaginar. Aunque no sin consecuencias, seguramente todos sortearán el obstáculo: del vals a la lambada, a través de las épocas y las modas, el abrazo en la danza ha superado incontables pruebas, y su encanto irreemplazable ha sobrevivido a controversias, pestes y pronósticos agoreros.
Que el flirteo y el cortejo tengan espacio en todas las formas de baile social, en todas las épocas, no significa que ese sea necesariamente su objeto, y no el placer de la danza en sí. En el vals y su variante boston, y mucho más en la variedad inagotable que ofrece la improvisación en el tango o la milonga porteña, la proximidad de los cuerpos es parte de la mecánica que permite la comunicación, el abrazo es vehículo de la armonía, como la música. Hasta la lambada, esa fugaz moda mundial que en los años ochenta invadió el mundo, requiere destreza y práctica para lograr algo más que un zangoloteo de caderas: “ese estrecho cuerpo a cuerpo, con reminiscencias de las ombligadas africanas” –como lo describe Sergio Pujol en su Historia del baile– está lejos de ser un llano contacto erótico.
El bolero, en cambio, menos sensual en apariencia, puede reducir el baile a pretexto para la intimidad, casi un abrazo estático propicio a la caricia y el susurro. “Abrázame así,/ que esta noche yo quiero sentir,/ de tu pecho el inquieto latir/cuando estás a mi lado...” Igual que los “lentos” que entre los años 70 y 80 sumergían los bailes estudiantiles en una penumbra aliada.
El chamamé parece haber resuelto estas tensiones con la fijación de dos variantes en plena vigencia en las bailantas actuales, cada cual con sus adeptos: por un lado el brioso chamamé “tarragosero”, con sus giros y su zapateo, y por el otro, el intimista chamamé romántico, anunciado por el sugestivo grito de “¡A prenderse! ¡A prenderse!”.
El sábado 7 de marzo de 2020 sonó por última vez ese grito en el Patio Chamamecero de Resistencia, Chaco, la provincia que pocos días después ocupaba el centro de las noticias por contagios de Covid. Los Amigos del Chamamé, Los Ángeles Románticos y Las Voces de Itatí fueron tres de las siete bandas musicales (las demás, de cumbia) que animaron aquella noche final. “Aquí bailan unas quinientas personas. Quién sabe cuándo volverán –se resigna Raúl Dip, el organizador del baile–. Se dice que tal vez en octubre, pero vaya uno a saber. Vienen muchas parejas, pero también hombres solos y mujeres solas. Esos van a tener miedo de venir al baile…”.
Pero volvamos al tango. Miguel Ángel Zotto, el bailarín, coreógrafo y estrella del legendario Tango x 2, radicado en Italia, donde dirige tres academias –Milán, Verona y Venecia–, varado en Tortuguitas, donde en febrero lo sorprendió la cuarentena de visita, mide la ansiedad de los milongueros en sus redes sociales: “¡Il vaccino! Todos están esperando que aparezca il vaccino. La gente está desesperada por volver a la milonga”. Omar Viola –animador clave del circuito porteño desde su Parakultural Tango Salón– sabe que hay un largo camino por delante: “El protocolo marca el guion. Tal vez volveremos a bailar al aire libre, cada pareja en un espacio prefijado para mantener distancias, primero parejas estables, probablemente por turnos. No lo sabemos: habrá que poner imaginación para que el juego sea creíble y disfrutable. Mientras tanto, ¿qué mejor viento en la vela que la ausencia para valorar el tango?”. Todavía nadie sabe de qué modo volverá la vieja costumbre de abrazarse a extraños.