Seis décadas de fervor cultural
Breviario. Si el peronismo marcó el pulso político de medio siglo XX, las letras y el arte trazaron otros rumbos. Del posrealismo de Puig a la estética desaforada de A. Berni, el caleidoscopio que la ensayista compuso para el aniversario del diario Clarín
E l peronismo marca los últimos 60 años: Estado de bienestar a la criolla, populismo, democracia plebiscitaria, guerrilla y violencia política, revolución neoliberal. La Argentina cambió dos veces en la segunda mitad del siglo XX, siempre bajo el signo del peronismo. América latina vivió climas opuestos: el de la Guerra Fría, que inscribió a Cuba y al progresismo en el campo de los enemigos; el de la revolución cubana, que hizo creer que su extensión continental era posible. Entre esos extremos, el peronismo fue el avatar local de un movimiento de masas que en 1955 se intentó extirpar, convirtiéndolo así en el eje de todos los enfrentamientos. La guerrilla peronista y marxista explotó casi en el medio de esos sesenta años. Y también la represión militar, que ya se probó que fue terrorismo de Estado. Esa historia está políticamente cerrada y jurídicamente abierta por una nueva ola de ideas e intervenciones alrededor de los derechos humanos, una categoría desconocida tanto para los revolucionarios como para sus opositores de los 70. Sobre todo es difícil acordar un balance, ya que la discusión continúa.
En la Argentina, como en casi todo Occidente, se ha secado la fuente de donde fluía el potencial movilizador de los mitos políticos. Después de varias dictaduras y del entusiasmo de la transición, la política no ha retornado con más fuerza; por el contrario, se ha especializado, de manera que permanece, cada vez más, en instituciones cerradas cuyo funcionamiento interesa a muy pocos; si sale de ellas, sólo lo hace para ofertar otro liderazgo personalizado y, por debajo, un sistema de clientes subordinados por la pobreza y el desempleo. En vez de nueva política, hay nuevas articulaciones de la sociedad; y también nuevas religiones, espiritualismos supersticiosos, manías trascendentales y un pasaje espectacular de lo que antes era privado a los medios de comunicación: el pueblo televisado existe en sus peripecias personales o policiales en los medios.
La fortuna de Eva Perón estuvo atada, en los primeros años 40, a las radionovelas y el poder que emisoras como Belgrano trenzaron con los coroneles del golpe de 1943. La radio era la estética y la tecnología popular en el mundo del entretenimiento: las grandes orquestas, las grandes ficciones, los avisos recordados por todos se esparcían por las “ondas del éter”, como se metaforizaba técnica y poéticamente. Hubo radios que organizaron caravanas de trenes cargados con sus estrellas recorriendo el país, como en el verano de 1945 Perón lo iba a recorrer buscando el voto para el Partido Laborista. Radio y peronismo se potenciaron, ya que, de modo desconocido hasta entonces, Perón demostró una habilidad innata para fusionar movilizaciones reales con discursos que se escuchaban por cadena nacional. El líder se convierte en un mago de la comunicación a distancia.
Desde mediados de los 60, la TV es un segundo capítulo, que muchos juzgan una degradación. Internet abre otra etapa y, si se acepta una imagen espacial, comienza a trazar un arco comunicativo que ya no es exclusivamente bidireccional; libera a la comunicación de un anclaje territorial y termina de desmaterializarla. La desigualdad simbólica se acentúa, porque la tecnología es más compleja y mucho más cara.
Entre 1944 y 1960 Borges pu blicó sus mejores libros, sus clásicos: Ficciones, El Aleph, O tras inquisiciones, El hacedor Con ellos, marcó la literatura ar gentina. Borges habilita una perspectiva nueva sobre los grandes textos del siglo XIX, es decir que, a par tir de sus propias lecturas, arma una tradición vanguardista sobre el pasado argentino. Escribe una literatura fantástica y racionalista al mismo tiempo, construye espacios y objetos imaginarios. Sobre todo, abre las fronteras entre ficción y ensayo, produciendo un efecto de incertidumbre, multiplicado por las construcciones que se reflejan en espejo. Los años 40 y 50 son la culminación de Borges; en los 60 y 70, asiste estupefacto o complacido a su gloria. Rodolfo Walsh y Ricardo Piglia heredan a Borges. Walsh se separa de él por el periodismo y la política. Piglia, igual que Walsh, por la literatura norteamericana, por James Joyce y Bertolt Brecht.
Dos escritores son originales después de Borges: Saer y Puig. Hoy, más que Borges, marcan el presente de la literatura. Manuel Puig inventó la representación después del realismo: una mímesis de la lengua, una literatura hecha con el gusto, el deseo, las pasiones en estado de sustancia popular colectiva a la que el cine, la radio, los géneros de la novela sentimental o el policial le dieron una primera forma. Puig hizo literatura con los desechos, con lo que se había dejado de lado porque se pensaba que pertenecía a otros discursos (inferiores, populares, femeninos). Destruyó la categoría de lo banal porque la empleó hasta el fondo. Borges escribe a partir de la literatura, Puig a partir de los medios y sus mitologías. Osvaldo Lamborghini es una versión feroz de Puig, más culta y más perversa. Pero Puig escribe para lectores y escritores; Lamborghini, probablemente sólo para escritores. El otro es Juan José Saer. En un lejano comienzo se toca con el escritor admirado, Borges. Después arma una máquina literaria que funciona sin repetirse y sin agotarse, aunque sus narraciones sean precisamente una repetición de diferentes porciones de tiempo, en las que un puñado de personajes, siempre los mismos, discurre sin apuro, dentro de un mismo espacio provinciano. Saer, milagrosamente, hace ficción cuando parece que ya no pueden contarse historias (sino los restos que flotan en el imaginario de los medios); encara la tarea con serenidad y pesimismo: ya no se puede narrar, pero es necesario narrar. Piensa de manera nueva la relación entre espacio, tiempo y relato. Su hallazgo es la descripción extensa, sensible a las materias y el paisaje. ¿Cómo es el tiempo cuando deja de ordenarse siguiendo la convención de la novela que ha hecho crisis a comienzos del siglo XX? Apegado al interrogante, la sintaxis de Saer es un modelo donde, frase a frase, transcurre el tiempo.
Un pintor: Antonio Berni; un espacio de experimentación estética: los centros de arte, música y teatro del Instituto Torcuato Di Tella. Los últimos años permitieron comprobar que Berni fue lo más parecido a un artista plástico total: los gigantescos envíos de grabado y dibujo a la Bienal de Venecia; los monstruos en 3D que hacen palidecer cualquier combinatoria de cualquier vanguardia, y exhiben una sensibilidad desaforada que suma materia sobre materia, emparches de color sobre papeles, cartones y telas; los paisajes industriales cuya carga concreta tiene una dimensión de denuncia dantesca; las comparsas de miserables.
Berni recorre medio siglo. El Di Tella, unos pocos años. Sin embargo, fue la institución más influyente de las últimas vanguardias. Paradojalmente, Berni fue el último gran pintor, y el Di Tella el primer gran centro de lo que más tarde se impuso como performance, instalaciones y desmaterialización del arte. En el Di Tella, estaba el primer laboratorio de música electrónica, que dirigía Francisco Kroepfl; fuera del Di Tella, la vanguardia extrema (y bien local, por el lado del populismo negro y el grotesco) de quien cambió la actuación en el teatro: Alberto Ure. Sin estos nombres, no podríamos pensar los últimos 60 años. No es una enumeración de presencias inevitables ni una enciclopedia. Presento, aceptando el riesgo, una opinión.