Revista Ñ

Últimos días del maestro genial

Perfil. La poeta María Gabriela Mizraje, estrecha amiga, describe al hombre lúcido y polémico.

- POR MARÍA GABRIELA MIZRAJE PUBLICADO EL 19 DE MARZO DE 2011

Escribo desde el cuenco de la interdicci­ón. Te escribo, con frases que no hallo y con fondo de terremotos. Y no sé si decir vos o decir él, David o Viñas, mi amigo, mi hermano, mi maestro, entre tantas formas de amor que conocimos. Lo miro sonreír en distintas fotos, imágenes en hilvanes de otros tiempos. Y escucho su risa como un fogonazo y veo las lágrimas en sus ojos. En eso David nunca fue excesivo, ni para la risa ni para el llanto. Llorabacon una dignidad pudorosa, se pasaba la mano por la cara e intentaba que el otro no sufriera, esforzándo­se por detener el momento: “tá bueno” afirmaba (lejos de la inflexión posmoderna y cerca de la campestre) como si dijese “está lleno” esa especie de tanque del dolor, o como quien dice “es suficiente”, para seguir, igual que en todo, dando un paso adelante, “pasemos a otra cosa”. Los anteojos escudaban el llanto. La cara que con asombro descubrí, hace muchísimos años, la mañana en que David se afeitó su personalís­imo bigote y apareció en mi casa (habíamos hecho una especie de apuesta) tenía una expresión más triste que la que yo conocía. Había un rictus en su boca con un sello de seriedad, de desilusión, de amargura más grabado que lo que el gran bigote permitía percibir antes y después de aquel breve período durante el que diariament­e se rasuró por completo.

Pronto volvió a cubrirse el pesar y a subrayarse la fuerza, retornando a esa forma con la que todos lo recuerdan. “Uno produce su propio rostro”, repetía, “su propio cuerpo pero sobre todo su propio rostro”, aludiendo a las miradas de bondad a los gestos pusilánime­s de algunos. Cada uno cae sobre su espejo. (...)

Porque murió David, falleció Viñas, porque te fuiste, con todas tus palabras, cargadas como chispas, y ya con tu cansancio, con tus ojos de lunas, las últimas que viste este verano azul. Y con todas las ranas y los grillos que juntos nos salieron al paso, en Monte, tu laguna, ahí cuando fascinado no quisiste dejarlos. “Hacía tanto tiempo que no veía algo igual”, celebraste, con ese anhelo intacto de naturaleza que siempre te empujó, “¡Qué maravilla, patita, qué maravilla!”. (...)

Interrumpo mi propio murmullo al escribir, al escribirte; entrecorto mi silencio rumiante y el de los que te piensan. Hay algo natural en ello pero también algo violento, por el reclamo tan urgente. Sólo querría abandonarm­e en este vacío tan lleno; el asta del dolor ha impreso una franja cruzada en cada libro. Todas las páginas se detuvieron, inclinadas como las hojas de los árboles, frente a un río incesante, helado por mi pecho, por el pecho de todos los amigos. Y no es que olvide que volverás con el sol, ya suave, ya iracundo; drástico. Imprescind­ible. Me habría gustado despedirte con rosas rojas. Ausente sin querer, no fue posible. Pero tu rostro inmenso, como otra expresión de tu grandeza, presidiend­o la sala en tu homenaje de la Biblioteca, nos miró a todos, nos encontró angustiado­s, conmovidos y nos acompañó hasta la puerta.

Hasta luego, Maestro, muchas gracias.

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