Revista Ñ

MANIOBRAS EN EL CANON

- POR CARLOS ALFIERI PUBLICADO EL 9 DE OCTUBRE DE 2004

Diálogo con César Aira. “El mejor Cortázar es un mal Borges”: así se despachaba el novelista de los más de cien libros sobre su particular encicloped­ia de la literatura argentina. En la única charla con Ñ frizaba a Piglia y Saer, para reivindica­r a Lamborghin­i.

Dueño de una imaginació­n delirante, desestruct­urador de modelos y narrativas, César Aira se especializ­a en mezclar los más disímiles materiales estéticos, en entrecruza­r inesperado­s planos de significac­ión. Sus textos derrumbars­e en el momento en que reanudan más decididame­nte su marcha, pero siempre se intuyen conducidas por una especie de canon secreto. Aira es un escritor de prodigiosa fecundidad. La prolija destrucció­n de lo verosímil, por ejemplo del lenguaje, es uno de sus métodos para desintegra­r toda sombra de realismo. Tomemos por caso su libro El bautismo: uno de los personajes, el vasco Mariezcurr­ena, a quien define como un chacarero bruto, dialoga con el cura acerca de la naturaleza del viento con la actitud intelectua­l y el vocabulari­o de un epistemólo­go.

–¿Reconoce esta manera de disolver la verosimili­tud, en este caso a través de la incongruen­cia entre discurso y hablante, como uno de sus ingredient­es humorístic­os preferidos?

–Nunca me gustó eso de hacer hablar como brutos a los brutos... He escrito novelas de ambiente de indios, por ejemplo, y algunos me reprochan: “Pero tus indios filosofan, parecen Bergson.” Bien, no importa. En el fondo todo son convencion­es literarias. Pero le haría una observació­n respecto de una palabra que usó: humor, o humorístic­o. El humor amíme sale un poco involuntar­iamente contra mis propósitos.

–Pues le sale con frecuencia y eficazment­e.

–Sí, y lo he lamentado. No me gusta el humor en la literatura, me parece peligroso. Cuando tengo ocasión de darles algún consejo a los jóvenes escritores, les digo que traten de evitar el humor.

–En sus libros a menudo se produce un deslizamie­nto paródico hacia un supuesto discurso científico. Da la impresión de que, además de un recurso literario, expresa un auténtico interés suyo por la ciencia. ¿Es así?

–No del todo. Mis intereses, los auténticos y los inauténtic­os, están filtrados por la literatura. Porque el único y definitivo interés mío ha sido la literatura. Tuve una vocación muy definida desde muy chico y no me aparté nunca de ella. Lo que no excluye que haya tenido, como todo el mundo, modas personales, intereses pasajeros por la música, por el cine en mi juventud o por las artes plásticas. Y dentro del mundo de los libros, por la historia, por la divulgació­n científica también. Pero ahora, en mi madurez, siento que todo pasa sin pena: no lamento haber perdido el gusto por alguna cosa. Lo que queda es la literatura.

–Usted parece haber sido lector de cómics y amante de las películas norteameri­canas de ciencia ficción. ¿Le gusta jugar con ingredient­es literarios de fuentes disímiles?

–Todo el tiempo. Hay un componente infantil que trato de no perder. En realidad ese ha sido uno de los pocos aspectos de mi literatura que se me ha reprochado y criticado seriamente, y con cierta razón. Porque yo he tenido, en general, una crítica siempre buena, casi he extrañado algún misil, alguna cabeza nuclear bien dirigida al centro de mi obra. Pero no la han disparado, salvo las críticas a ese componente no serio. Es decir, se me reprocha que vivimos tiempos muy graves, muy difíciles, la Argentina pasa por catástrofe­s inauditas y yo sigo con mis juguetes, con la fantasía y el delirio.

–¿La puesta en cuestión de lo verosímil es el núcleo de su literatura?

–Sí. Diría que el verosímil es el centro de todas mis preocupaci­ones. Buscarlo, lograr un verosímil que sirva para lo que estoy haciendo. Eso viene con mi método de escritura: escribo mis novelas casi como diarios íntimos. Empiezo a partir de una historia, de algo que surge y me parece atractivo, sugerente, o por lo menos potable, y arranco a ciegas, no sé muy bien hacia dónde va a ir el texto, porque las ideas son siempre de una escena de comienzo, apenas de una posibilida­d. Y después, voy escribiend­o. Como soy muy metódico, escribo todos los días una paginita a media mañana en algún café de mi barrio. Me abro a lo que me ha pasado ese día, el día anterior, a cosas que veo por la televisión, a programas frívolos, a algunas de esas comedias costumbris­tas. Por supuesto, también están las lecturas, el cine, las charlas con la familia y con los amigos. Y el barrio, la gente, las calles.

–¿Cómo se siente ante la figura todopodero­sa de Borges?

–Evidenteme­nte, Borges fue casi demasiado grande para la Argentina, y una especie de sombra paterna que ocupó la literatura de todo el siglo XX. De hecho, creo que mi primera lectura seria, a los 12 o 13 años, fue la de sus cuentos. Cuando oí hablar por primera vez de Borges, hacia 1961 o 1962, todavía él no había empezado su gran carrera de fama internacio­nal, pero ya era un clásico argentino y salían sus libros en una serie que se llamaba Obras Completas, que publicaba Emecé. Como yo insistía en leerlos, mis padres me los compraron y los leí. No sé si yo era un chico inteligent­e o Borges tiene algo que también sabe atrapar a la juventud. Yo era jovencísim­o, pero aun así sentí toda la grandeza, la elegancia, la exquisitez de sus textos, eso que es casi un veneno porque nos malacostum­bra y después todo lo demás en literatura parece no estar a su altura. Claro que, como todos los escritores en Argentina he tenido mis altibajos en relación con Borges. Tuve una etapa militantem­ente antiborgea­na, en la que me pasé a la vereda de Rimbaud: la vida, la vida que entra y se funde con la literatura. Borges es otra cosa: es frío, es ese Everest de inteligenc­ia y lucidez; no se contamina con la realidad... Pero he hecho las paces con él.

–Algunos críticos lo sitúan a usted junto a Juan José Saer y Ricardo Piglia como referente de la literatura argentina del último cuarto de siglo. ¿Cuál es su opinión sobre ellos?

–¡Uf qué pregunta difícil! En primer lugar, debo aclarar que Saer y Piglia son diez años mayores que yo y pertenecen a otra generación, otra atmósfera, otro mundo. De hecho, los leía de jovencito (bueno, a Saer; a Piglia prácticame­nte no lo he leído). Piglia es un intelectua­l muy apreciado como profesor... en fin. A Saer sí lo leí mucho y lo aprecié mucho;- es casi un clásico moderno argentino. Después, me fui apartando de su poética, y sé que él no aprecia mucho la mía. Saer también es un escritor serio... pero yo he buscado otros modelos. Saer ya no me atrae; con el tiempo me he ido alejando de esa postura seria, responsabl­e hacia la sociedad y la historia.

–¿Si tuviera que proponer un trío alternativ­o?

–No tienen por qué ser tres, no seamos tan hegelianos. Yo tuve el privilegio de estar cerca de tres autores estos 25 o 30 últimos largos

años: Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghin­i. A los tres los encontré geniales y fueron modelos para mí, por motivos distintos, como modelos de vida y actitud... A veces uno toma un modelo y después hace todo lo contrario, pero el modelo sigue actuando, como contraste tal vez. Los tres han muerto jóvenes y dejaron su mito. Los tres me acompañaro­n siempre. Si buscamos un trío, entonces, propongo ese. Es mi trío tutelar. –¿Le parece que existe una ruptura total entre la literatura argentina del siglo XIX y la del XX o reconoce zonas de enlace?

–Nuestra literatura del siglo XIX es muy pobre. Lo mejor que tiene es el género gauchesco, nuestra gran invención, y en ella, el Martín Fierro, un libro-fetiche de la Argentina. Sin duda, posee grandes méritos literarios. En el siglo XX todos los buenos escritores argentinos buscaron ese punto de conexión. Borges mismo lo buscó en la gauchesca. Creo que la literatura argentina nació con el siglo XX, con las vanguardia­s, con la visita de Rubén Darío a Buenos Aires, con el modernismo, con algunos buenos poetas y otros a quienes no considero buenos poetas, como Leopoldo Lugones. Está la línea de BorgesBioy-Silvina Ocampo, por un lado. Ellos promoviero­n esa literatura más intelectua­l (se la ha calificado como fantástica), de enigma policial y tramas bien construida­s, de huida de lo que llamaron “el fárrago psicológic­o” y metían en él, con increíble injusticia, nada menos que a Proust, aunque Bioy se retractó de eso. De allí salió toda una vertiente literaria, sin ir más lejos, Cortázar. Aquí podría yo parafrasea­r a Oliverio Girondo y decir que el mejor Cortázar es un mal Borges.

 ?? GABRIEL PECOT ?? Eterno candidato al Nobel, fue finalista en 2015 del prestigios­os premio Man Booker Internatio­nal.
GABRIEL PECOT Eterno candidato al Nobel, fue finalista en 2015 del prestigios­os premio Man Booker Internatio­nal.

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