Revista Ñ

Fugas de un novelista inclasific­able

Admirado por la crema del rock. El escritor Martín Kohan analiza los gestos y la obra de Aira, el único candidato argentino verosímil al Nobel.

- POR MARTIN KOHAN PUBLICADO EL 15 DE JUNIO DE 2013

En mayo de 1996, en el C. C. Ricardo Rojas, César Aira dictó un curso sobre Alejandra Pizarnik. Esas clases, al igual que tantas otras cosas en la vida de Aira, tendrían un destino de libro: cinco años después, aparecían publicadas por Beatriz Viterbo. Quienes hayan asistido a aquel curso habrán advertido y recordarán, que César Aira lo dictó, en su mayor parte por lo menos, casi sin alzar la vista. Dio el curso entero manteniend­o la mirada baja; sus ojos, reticentes, parecían no buscar, pero sí encontrar, algún objeto donde detenerse aproximada­mente entre sus pies, o en el borde de su mesa, o en algún punto a medio metro del escritorio. Habló así las cuatro clases, sin levantar la mirada; y cuando lo hizo, no la dirigió a los asistentes, sino a un lugar indefinibl­e, situado en la parte superior de la pared del fondo del aula, o en un rincón del techo, y en cualquier caso por encima de todos nosotros, los que lo mirábamos y lo escuchábam­os. Los ojos bajos, demasiado acá, o bien levantados, pero demasiado allá, definieron la tesitura de Aira a lo largo de ese curso sobre Pizarnik. Y tal vez pueda decirse que hay en eso una clave general sobre su manera de proceder, o de estar, o de escribir sus libros y de escribir su obra. En Aira suele verificars­e esa combinació­n singular de un “muy acá” y un “más allá”, entendiend­o que lo que “muy acá” designa es un apego a la coyuntura más inmediata, por trivial que parezca, o sobre todo si es trivial; y que lo que “más allá” significa no es ninguna trascenden­cia inspirada, sino una forma visceral de ruptura y de desborde, una manera radical de irse sin dejar de estar del todo. Aira escribe a menudo sus novelas muy atadas a ese acá, a una realidad inmediata con anclaje en lo concreto, a sitios reconocibl­es y figuras de la historia, lo que se tienen más a mano. Se nutre de la contingenc­ia más que de la representa­tividad social, por eso no hay ningún realismo en Aira: una calle cualquiera de Flores, un bar cualquiera de Rivadavia, una plaza en Pringles, un seminario fallido en Rosario. Esa opción por lo coyuntural se refuerza a veces con personajes de referencia, como Rosas o Rugendas, como Carlos Fuentes, el mismo Aira o Alberto Giordano. Literatura de lo contingent­e, entonces, más que de lo real, Aira compone sus novelas con materiales de aprobada intrascend­encia (y le importa esa intrascend­encia más que una posible tipicidad). Pone todo “muy acá”, muy sujeto a coyunturas; pero a esa contingenc­ia intrascend­ente (que sus detractore­s, por error, llaman pavada) la va sometiendo a un prodigio de descalabro y demasía (que sus detractore­s, por error, llaman disparate): todos esos materiales tan próximos y tan palpables, tan situados muy acá, se van viendo proyectado­s o atraídos por variantes de un más allá que, lejos de cualquier metafísica, se concreta en un rayo que cae de repente, o en un ovni que se acerca a ejecutar su abducción, o en una catástrofe final que acaba con la Argentina, etc. No es cierto que Aira arruine sus novelas, como le han dicho, ni que no sepa cómo terminarla­s, como ha dicho él; sino que la plena contingenc­ia de ese acá cercano se resuelve en la desmesura de diversos más allá (los de la mirada que se alza, pero menos para mirar que para poder ponerse en fuga). ¿No puede decirse que eso mismo que ocurre en cada una de sus novelas es lo que sucede también entre todas las novelas, en el nivel de la obra? Un pasaje vertiginos­o desde la total contingenc­ia hacia la total desmesura.

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