Kafka, precursor de Hitler
En sus ficciones la crítica opera como recurso narrativo; el tema puede ser el texto mismo y las distintas lecturas a las que queda abierto. Contra el discurso monocorde y opresivo del Estado, el hombre que a veces fue Piglia y a veces Renzi concibió dispositivos para contar las tramas perdidas o inconclusas, de la vida privada y aun secreta. No es casual que viera al detective como una variante popular del intelectual: los cabos sueltos de la realidad necesitaban un lector.
Piglia dejó una literatura desafiante, que cambia al volver a ella, pero sobre todo defendió una manera peculiar de leer el mundo, más allá de su propia bibliografía. Su obra es un camino de llegada y una causa para avanzar.
Su obra entera fue una llamada de atención sobre el carácter ambiguo de las utopías. En La ciudad ausente, las máquinas de narrar generan relatos alternos, pero esto no carece de consecuencias, algunas preocupantes. Saber que alguien está preso es menos aterrador que leer el relato que lo apresa.
No hay sitio más incómodo que una utopía realizada. Ese orden “perfecto” excede a sus usuarios; se impone de manera hegemónica y exige una satisfecha subordinación. En contraste, el pensamiento radical procura que ese reino inmodificable no suceda del todo y apuesta por la pulsión utópica. Y alerta sobre el peligro de alcanzar la meta. Después de Piglia, el lenguaje es más real y tentador, más peligroso. El alarde podía resumirse en una frase que no dejará de arrojar significados, una frase capaz de arder como un incendio que se alimenta de sí mismo: “La literatura es la forma privada de la utopía”.