Bolsas de snacks y moneda imaginaria
Al súper con Juan Villoro. El novelista mexicano fatiga las góndolas de la cadena Oxxo, que su compatriota Gabriel Orozco convirtió en galería.
En agosto de 2016, los artistas Gabriel Orozco y Damián Ortega llegaron a la Universidad de la Tierra, en las afueras de San Cristóbal de Las Casas, cargados de semillas, cáscaras, cortezas y ramas. Con esos elementos participaron en el festival CompArte, que reunía a cirqueros, mimos, maquillistas, y teatreros convocados por las comunidades zapatistas.
El oficio de “pepenador” demuestra que el futuro se alimenta de pasado: el desecho tiene segunda vida. Para los recolectores de basura el desperdicio es una profecía: en medio del desgaste brilla, intacta, la opción de reciclaje. Con ese ánimo, Orozco y Ortega recorrieron el mercado de San Cristóbal y encontraron una esfera del tamaño de una pelota de básquet hecha con cáscaras de naranja y pelusas de origen vegetal pero que no parecían venir de la botánica, sino de la literatura gótica. Después de inventar insectos vegetales en las comunidades que luchan contra “la hidra del capitalismo”, Orozco regresó a Tokio, donde ha vivido los últimos años, y comenzó a pensar en su siguiente pieza.
Mucho ha pasado desde entonces. Orozco ha expuesto en el grand slam del arte, del MoMA a la Tate Modern de Londres, pasando por el Pompidou de París. En su trayectoria, no ha dejado de mezclar las categorías de “arte” y “artesanía”. Su pieza “Mis manos son mi corazón” representa el más elemental gesto estético: al cerrarse sobre la arcilla, los dedos forman un corazón. El diálogo con los materiales se extendió a objetos industriales: su Citroën recortado a mano es un aerodinámico “prototipo artesanal” y sus tapas de yogur se transformaron en pieza duradera.
En 2000 exhibió en el Museo Tamayo un anuncio de cerveza Sol hecho por rotulistas. Esta obra parodió por un lado al muralismo mexicano (al que perteneció el padre del artista) y por otro, a la apropiación “nacionalista” de códigos extranjeros.
En la era del lápiz óptico, decidió transparentar la condición mercantil del arte llevando a su galería la franquicia más representativa del México contemporáneo. Durante treinta días, un Oxxo ofrecerá piezas del artista. Lo visité en su galería de la Colonia Chapultepec para ver el montaje de su exposición. De ahí fuimos a la Zona Rosa. El arte sirve para ver otra realidad: en el breve recorrido de menos de 2 Km conté siete Oxxos. El país que en Semana Santa hace la peregrinación de las Siete Casas también jalona siete Oxxos.
Para comprar en la tienda habrá que usar billetes con un diseño mitad peso/mitad dólar creado por Orozco. Estos “bilimbiques”, “tortibonos” u “oroxxos” se regalarán a la entrada. La paradoja es que acabarán teniendo un valor. La firma de Picasso en un cheque era más preciada que el cheque en sí. Conservar la divisa Orozco será más redituable que cambiarla por un cereal. La parte esencial de la exposición está en la frontera entre la tienda y la trastienda, el Oxxo del Oroxxo. En un recinto separado, se exhiben empaques intervenidos por el autor.
Enemigo de lanzar metas y consignas, prefiere los interrogantes. Ha diseñado un juego interactivo para modificar el mercado del arte, que está desregulado. Se exhiben 300 productos intervenidos; cada uno pertenece a una serie de diez; el primero se vende de acuerdo a la cotización internacional (digamos, 30000 U$); a partir de ahí se da un proceso deflacionario y se abaratan hasta llegar a 45 U$. Algunos comprarán en la cotización actual del artista y otros, muy por debajo del valor real y futuro de la pieza. En el mundo del arte, la mayoría de la gente sólo puede comprar souvenirs en la tienda de un museo. Aquí lo mismo se venderá a precio de galería y de souvenir. Disparatados y cautivadores, sugerentes y enigmáticos, los signos de Orozco se exhiben en el gran tianguis de la antigua ciudad azteca.