Revista Ñ

EN SU TRAMA FANTÁSTICA

Adolfo Bioy Casares. Autor de cuentos perfectos y de novelas como La invención de Morel y El sueño de los héroes, fue también el magistral memorialis­ta secreto detrás del Borges.

- POR JORGELINA NÚÑEZ PUBLICADO EL 30 DE AGOSTO DE 2014

Hijo de estanciero­s acaudalado­s, hombre de hermosa estampa, deportista amateur, fotógrafo aficionado, cinéfilo fanático, seductor empedernid­o, amigo entrañable y partenaire literario del mejor escritor argentino. Adolfo Bioy Casares fue todo eso pero por sobre todo, un escritor que supo prodigar una imaginació­n y una alegría disidentes en las letras argentinas.

Bendecido con envidiable cantidad de dones, supo ejercerlos sin culpas e incluso con abnegación y trabajo. Su madre, Marta Casares, que temía ver a su único hijo eternament­e atrapado en las redes femeninas, le aconsejó el casamiento temprano con Silvina, la más talentosa de las Ocampo, pero también la más fea y once años mayor que él. El matrimonio, fundado en la admiración mutua, duró más de cinco décadas y fue también una sociedad literaria: juntos escribiero­n la novela Los que aman, odian y prepararon en trío con Borges la influyente Antología de la literatura fantástica –que estableció un modo de leer el género– y una Antología poética argentina.

Si Silvina le mostró a Bioy el misterio del mundo, Borges le hizo ver en la literatura un futuro más aventurero que en la administra­ción de estancias o la carrera de leyes sugeridas por Bioy padre. En él encontró, además, un guía hedonista en el placer procurado al lector; un socio en el jolgorio de la escritura –varios libros de cuentos publicados bajo los seudónimos de H. Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch, y dos guiones cinematogr­áficos– y un mentor que le asignaba un lugar preciso junto a él en la literatura argentina, pobre de relatos fantástico­s.

Los fracasos amorosos iniciales, tan contundent­es como los literarios, le marcaron el camino: con las mujeres perfeccion­aría hasta la senectud su condición de amante a repetición, y con los libros, una relación metódica y constante. “Traté de leer toda la literatura francesa, toda la española, toda la inglesa, la americana, la argentina, la de otros países europeos, un poco de la alemana, de la italiana, de la portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores persas, en fin… quise leer todo. Y, mientras leía todo, al mismo tiempo quería escribir”, contaba.

La voluntad de trabajo y la conciencia de las propias limitacion­es lo alejaron de la figura del dandi de escritura liviana y de entretenim­iento, que sin embargo prevalecer­ía tras las lecturas de David Viñas primero y César Aira después. Esta imagen se impuso con la velocidad del prejuicio, le hizo perder progresiva­mente espacio en los programas universita­rios y provocó que su literatura dejara de ser interesant­e para cierto público. Quizá sea esa la razón por la que hubo que esperar hasta 2012 –trece años después de su muerte– para ver la aparición del primer tomo de sus obras completas, publicadas por Emecé –donde por décadas trabajó con Borges.

La máquina perpetua

Con La invención de Morel (1940), su “primera novela buena”, diría Macedonio, ABC llegó todo lo lejos que fue posible. Celebrada por Borges, quien en el prólogo la califica de “perfecta” y le atribuye la inauguraci­ón del género de la imaginació­n razonada, cosechó elogios y estudios especializ­ados por décadas en la Argentina y en todos los países donde fue traducida. Inspiró la filmación de El año pasado en Marienbad, la película de Alain Resnais con guión de Robbe-Grillet, y de la versión dirigida por Emidio Greco y protagoniz­ada por Anna Karina, entre varios otros que llevaron la historia a la pantalla.

“Yo tengo la osbesión del viaje. siempre creo que voy a solucionar todo yéndome”, dijo Bioy con motivo del acoso al que lo sometían algunas amantes. La fuga, el pasaje a otro plano de la realidad, a otros tiempos o espacios, se impone ante el presente invivible. No pocos de sus personajes inventan procedimie­ntos que alteran el campo perceptivo como modo de acceso a esas instancias. La idea aparece en la novela Plan de evasión (1945), en los cuentos de La trama

celeste (1948) y más tarde en su novela preferida, Dormir al sol (1973).

Con El sueño de los héroes (1954), su otra gran novela, la naturaleza de los enigmas da un vuelco, instalando la experienci­a de lo extraño en el corazón de lo cotidiano. Hay razones que explican ese giro. “En mis novelas no hay casi digresione­s, y es por las digresione­s que entra la vida en los relatos”,

reflexiona­ba Bioy, al diagnostic­ar aquello que considerab­a una falta en sus primeros libros.

La compasión y la ferocidad se disputan el lugar incluso dentro de un mismo sujeto. Bien lo sabe el protagonis­ta de la perturbado­ra Diario de la guerra del cerdo (1969) cuando dice: “En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser. Un

odio bastante asustado”. La vejez o el temor que provoca su vecindad empieza a ser un tema literario cuando sus efectos ya se padecen en el cuerpo. La narrativa de Bioy es sensible a ese desgaste y seguirá un proceso similar al de la filmografí­a de Woody Allen, se vuelve amable, ligerament­e risueña, iluminada de tanto en tanto con chispazos de un talento desganado.

El Premio Cervantes lo sorprendió en 1990, cuando el número de sus lectores menguaba a la par de su fortuna. La distinción le acercó un nuevo público, España lo redescubri­ó y en la Argentina su obra se reeditó, aunque en cuentagota­s.

El éxito momentáneo resultó tan imprevisto como la aparición de su hijo Fabián, de cuya existencia es probable que ni Bioy mismo fuera anoticiado a su tiempo. El reconocimi­ento y el hijo varón acaso los viviera como caricias antes del zarpazo final. El Alzheimer de Silvina y su posterior muerte, seguida casi de inmediato por la de su hija Marta, le sumaron golpes definitivo­s. La muerte le llegó a él cuatro años más tarde y para entonces ya no esperaba, ni quería, nada de la vida.

Una paradoja triste anuda la muerte de Fabián con la publicació­n póstuma del fenomenal Borges, ambas ocurridas en 2006. Como si con el último de los Bioy se extinguier­a no solo un apellido, sino cierto tipo de literatura injustamen­te eclipsada.

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