Revista Ñ

“Éramos ‘amigos enamorados’”

- POR MATILDE SÁNCHEZ PUBLICADO EL 30 DE AGOSTO DE 2014

Lo que Silvina Ocampo sabía. Atesorada en sus diarios inéditos, la intimidad amorosa del escritor ha tenido filtracion­es. Abrió sus recuerdos Cristina Castro Cranwell, su amante de la juventud y amiga en sus últimos años, en el número especial que le dedicamos para su centenario.

Muchos de ellos tienen apellidos que dan nombre a algún pueblo. El ambiente, caro lector, es lo más semejante a la corte de Camelot que tendremos nunca. Y sus desventura­s nos complacen porque nos confirman que todos somos mortales. Cristina Castro Cranwell conoció a Bioy a los 25 años y da a entender que con él entró a su vida la ficción con su torrente de romance y secretos, y la despabiló de las tramoyas en las que se asientan algunas de las mejores familias. El centenario de su nacimiento, y quizás el final de una sucesión tumultuosa la convenció de abrir su cofre por única vez. La conversaci­ón, en la que hizo expreso su deseo de no ser tuteada, transcurri­ó en un chalet de San Isidro, un sábado al mediodía.

Se conocieron en la casa de su tío, Alberto Prando, en Mar del Plata, en el verano de 1962, un año intenso en la vida del escritor. Conversaro­n toda la noche. Los Bioy-Ocampo veraneaban en Villa Silvina, como siempre. Marta, hija de los escritores, tenía entonces 8 años y Cristina estaba con sus dos hijos, Dolores y Luis, fruto de un matrimonio muy equivocado con Luis Elortondo Ayerza. En tiempos en que la genética se imponía con una superiorid­ad inapelable, la belleza de Cristina quizá le recordara a una diva del cine europeo. Al menos la retrató como si hubiera encontrado un objeto cinematogr­áfico, encuadránd­ola en el ángulo que más le recordase a… Tenía algo de Virna Lisi y de Romi Schneider.

A partir de ese enero comenzaron una amistad íntima que duró una década. “Diga, mejor, que éramos ‘les amis amoureux’”: la referencia alude a una novelita sentimenta­l. Para mayor exactitud, eran ‘amigos enamorados’. Dejaron de verse por el 71, por hartazgo de ella, que volvería de lleno en la convulsion­ada vejez del escritor, cuando Silvina, enferma de Alzhéimer, ya era una sombra de melena blanca en un ala del ruinoso quinto piso de Posadas, en la mejor esta quina de Recoleta.

En los días que siguieron a la muerte de Silvina –en diciembre de 1993, en su propia cama–, Marta Bioy Ocampo, la hija del escritor, y Cristina se conjuraron para convencerl­o de pintar finalmente el piso. Cuando apenas tres semanas más tarde murió Marta, víctima de un accidente de tránsito, ella se encargó de atender a un Bioy en duelo.

Pero volvamos al esplendor, a la tarde siguiente, cuando Bioy y Cristina volvieron a encontrars­e. “Ya en Buenos Aires, nos veíamos en mi departamen­to de la capital, antes de que me mudara con mis hijos a PunCuando Chica. Pasábamos conversand­o todo el rato, nos reíamos a más no poder. Más tarde empezó el amor”.

–Ese verano usted vivía un desastre conyugal. Bioy le llevaba 22 años. ¿Cómo era él?

–Era un príncipe, capaz de muchísima ternura. Como le gustaban tanto las mujeres, las consentía. Prestaba una gran atención a sus afectos. Yo era muy joven, me sentía adorada. Un día, recuerdo, enseñaba inglés en una escuela de Retiro, se había largado una tormenta terrible, una pared de agua. La directora interrumpi­ó la clase, un señor me buscaba en la puerta. Era Bioy que en medio de la tormenta se había llegado hasta Félix, en la calle Lima, un negocio que en los años 60 traía prendas importadas. Me había comprado un impermeabl­e inglés porque sabía que yo había perdido el mío. Fueron unos años de una gran intensidad, de sentirme muy amada mientras por otro lado, bueno… Yo sabía que me había casado con un hombre enfermo y tenía a mis dos hijos muy chicos. Adolfito era muy tierno con ellos. Además de todo lo guapo que luce en las fotos, era riquísimo, hijo único de una familia poderosa. Pero él nunca fue un paquete desvincula­do de lo práctico. Era lo opuesto de un burgués haragán.

–¿Cómo continuó la relación?

–Eramos todo lo pareja que podíamos ser, debido a las limitacion­es de él. Esto resultaba muy penoso para mí. En 1967 viajamos por primera vez a Europa, nos quedamos cuatro meses. Volvimos a viajar pocos años después. Y volveríamo­s a Francia en 1996 pero entonces dos enfermeras nos acompañaro­n.

–Usted se separó de Luis, de Bioy, volvió a casarse, tuvo otra hija –¡de nombre Clara! Recién cuando se rehizo, volvió a él. ¿Cómo logró olvidar esa intensidad?

–No la olvidé. Una persona así no se reemplaza; uno sencillame­nte tiene que aprender a vivir de otro modo… Para todo tenía una mirada tan original, todo en él se desplegaba con gracia y apertura. Por suerte, yo había conservado lo propio y así fue que luego vino esa etapa de gran amistad. Durante años nos vimos cada tanto. Ibamos al cine, comíamos por Recoleta. Era raro en eso él, ¿no? Aunque solo le gustaban los mejores restaurant­s, siempre pedía un bife con papas al natural. O las espinacas a la inglesa, por épocas.

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Castro Cranwell conoció a Bioy a los 25 y con él entró a su vida un torrente de romance y secretos.

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