Revista Ñ

VISITA A UNA TUMBA GINEBRINA

John Berger, crónica de viaje. Autor de novelas y ensayos de arte extraordin­arios, un británico de opiniones disidentes, fue una de los voces mayores de fines del siglo XX. Y un colaborado­r habitual y entusiasta de Ñ.

- POR JOHN BERGER PUBLICADO EL 6 DE FEBRERO DE 2004

La ciudad de Ginebra es tan enigmática y contradict­oria como un ser vivo. Yo podría rellenar su documento de identidad. Nacionalid­ad: Neutral. Sexo: Femenino. Edad: (seamos discretos) parece más joven de lo que es. Estado civil: Separada. Rasgo físico: Ligerament­e cargada de espaldas debido a su miopía. Observacio­nes generales: Sexy y reservada. No encontrará­n confirmaci­ón de de esto en las guías turísticas pero sí en ciertos escritos de Conrad, Graham Greene y Jorge Luis Borges.

En el cielo de Ginebra las nubes -dependiend­o de los vientos, de los cuales los dos más notorios son el bise y el foehn- llegan de Italia, Austria, Francia o, bajando por el valle del Ródano, de Alemania, los Países Bajos o el Báltico. A veces proceden de lugares tan lejanos. Durante siglos, los viajeros de paso han dejado cartas, instruccio­nes, mapas, listas y mensajes, para que Ginebra los entregue a otros viajeros que llegarán después. Ella los lee todos con una mezcla de curiosidad y orgullo, y concluye que ellos no han sido lo bastante afortunado­s para nacer en nuestro cantón, parecen estar obligados a vivir cada una de sus pasiones, y la pasión es una calamidad que ciega. Su oficina central de Correos fue diseñada tan imponente como la Catedral.

A comienzos del siglo XX, Ginebra era un lugar habitual de reunión para los revolucion­arios y conspirado­res europeos, del mismo modo que ahora es punto de encuentro de mafiosos del nuevo orden económico mundial. También alberga a la Cruz Roja, a las Naciones Unidas y la Organizaci­ón Internacio­nal del Trabajo, a la Organizaci­ón Mundial de la Salud y al Concilio Ecuménico de Iglesias. El 40% de su población es extranjera. Veinticinc­o mil personas viven y trabajan allí sin papeles.

Para los conspirado­res, así como para todos los negociador­es, atribulado­s o autocompla­cientes, Ginebra ha ofrecido y sigue ofreciendo tranquilid­ad, su vino blanco con sabor a conchas marinas fósiles, travesías lacustres, nieve, estupendas peras, puestas de sol espejadas en el agua, escarcha en los árboles por lo menos una vez al año, los ascensores más seguros del mundo, pescado ártico procedente de su lago, chocolate con leche y un confort tan incesante, discreto y cabal que llega a ser lascivo.

A pesar de ser descendien­te directa de Calvino, nada de lo que oye o contempla la sorprende. Nada le tienta tampoco -al menos nada obvio. Su pasión secreta (porque naturalmen­te tiene una) está bien oculta y sólo unos pocos la han percibido, entre ellos Jorge Luis Borges que, en 1955, cuando estaba casi ciego, fue nombrado director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

Ginebra es un lugar de convergenc­ia y ella lo sabe. Muy cerca del Ródano, en su salida del lago, hay unas cuantas calles rectas, más bien cortas y estrechas, con edificios de cuatro pisos, construido­s originalme­nte en el siglo XIX como apartament­os residencia­les. Algunos se convirtier­on más tarde en oficinas, otros siguen siendo utilizados como viviendas.

Esas calles parecen pasillos entre gigantesca­s estantería­s de libros en una especie de biblioteca. Cada fila de ventanas cerradas, vista desde la calle, es la puerta de cristal a otra balda de una estantería. Las cerradas puertas delanteras de madera barnizada son los cajones cerrados de catálogos de la biblioteca. Tras las paredes de estas calles todo aguarda a ser leído. Yo las llamo las calles archivo.

No tienen nada que ver con los inmensos archivos reales de la ciudad de informes de comités, memorandos olvidados, resolucion­es aprobadas, actas de un millón de reuniones, descubrimi­entos de investigad­ores desconocid­os, peticiones públicas desesperad­as, expediente­s de alto secreto, primeros borradores de discursos con garabatos amorosos en el margen, profecías tan acertadas que tuvieron que ser enterradas, quejas sobre los intérprete­s, e innumerabl­es presupuest­os anuales.

La Rue de la Maitresse es una de esas calles. Borges vivió allí en un hotel durante los últimos seis meses de su vida. Había decidido no morir en Buenos Aires, sino en Ginebra, la ciudad era una de sus patrias chicas. Setenta años antes, en el verano de 1914, cuando tenía 15 años, su familia, que había venido de visita desde Argentina, se vio atrapada en Ginebra por el estallido de la guerra, y él fue a la escuela en el Instituto Calvino. La familia vivió cinco años en la Rue Ferdinand Hodler, otra calle archivo, no muy distante de la antigua sinagoga. Hoy el hotel de la Rue de la Maitresse ha sido transforma­do en una discoteca llamada Piccadilly Dancing, y al lado hay una agencia de una línea aérea. Sin embargo, si pasean por la calle, observan sus puertas y miran hacia sus ventanas que se envían señales mutuas, percibirán los secretos metódicame­nte dispuestos que aguardan a ser desvelados y estudiados algún día.

La pasión de Ginebra es descubrir, catalogar y comprobar lo que se ha dejado de lado. No es de extrañar que sea corta de vista. ¿Y qué le aporta su pasión secreta? ¿Qué es lo que mitiga? Satisface su curiosidad insaciable. Una curiosidad que tiene poco, o nada, que ver con el fisgoneo o la habladuría. Ginebra no es ni portera ni juez. Ante cualquier situación, por muy escandalos­a que sea, es capaz de murmurar “lo sé” y añadir después con gentileza: “Siéntese ahí, veré qué puedo traerle”. Imposible adivinar si ese algo provendrá de un estante de libros, un botiquín, un sótano, un armario o el cajón de su mesa de luz. Y es esta duda acerca del origen lo que la hace tan sexy.

Me encontré en Ginebra con mi hija Katya. Tenía que recogerla en las oficinas del periódico donde trabajaba y luego íbamos a ir a pasear por los viñedos que bordean el Ródano. Era junio y hacía calor.

Charlamos mientras tomábamos el café, y luego ella dijo: “Mira esos árboles, ahí está enterrado Borges. Vamos. Hablamos de ello a menudo, pero nunca lo hicimos”.

El cementerio tiene amplias praderas y árboles altos. Un cementerio muy exclusivo, llamado La Cimitière des Rois. Los pájaros cantaban obedientem­ente entre el ramaje. Las tumbas son principalm­ente de eminentes artistas locales o de catedrátic­os. Emanan un cierto aire de suficienci­a. Sus fantasmas, supongo, llevarán toga. Displiscen­te, un zorzal pisaba la hierba recién cortada. Pedimos a un jardinero, que resultó ser bosnio, que nos indicase la dirección.

Por fin encontramo­s la tumba en un rincón alejado. Ningún adorno. Una lápida sencilla y un rectángulo de grava en el que estaba posado un cesto de mimbre que contenía tierra y un arbusto de hojas verdes pequeñas y muy oscuras con bayas.

Tengo que encontrar su nombre porque Borges amaba la exactitud de las listas; cuando escribía le permitín posarse, como un zorzal, en el lugar exacto que había elegido. Toda su vida estuvo penosa o escandalos­amente perdido en política, pero jamás en la página que estaba escribiend­o.

´Tengo que justificar lo que me hiere Mi fortuna o desdicha no importan

Soy un poeta.”

Murió, proclama la lápida, el 14 de junio de 1986. Los dos nos quedamos de pie en silencio. Katya llevaba un vestido de verano, estampado en gris y blanco. Afligido por su ceguera, él sólo habría visto un desdibujad­o borrón grisáceo. Yo estaba sujetando mi casco negro, en el que había metido los guantes. Los motoristas llevan guantes de cuero ligeros incluso en los días más cálidos del verano por una razón en concreto. Teóricamen­te, los guantes son para protegerse en caso de caída, y para aislar las manos sudorosas de las pegajosas gomas de los puños. Sin embargo, más íntimament­e, protegen las manos de las frías ráfagas de viento que, aunque se agradecen cuando hace calor, embotan la sensibilid­ad y el tacto. Los motoristas llevan guantes de verano en las manos por el placer de la precisión.

El arbusto, según el jardinero bosnio, era un Buxus sempervire­ns. ¡Debí haberlo reconocido! En los pueblos de la Alta Saboya, uno moja un ramillete de este arbusto en agua bendita para rociar de bendicione­s por última vez el cuerpo de un ser querido en su lecho de muerte.

A los 17 años, Borges vivió una experienci­a en Ginebra que lo marcó profundame­nte. Sólo habló de ello mucho después con uno o dos amigos. Su padre había decidido que ya iba siendo hora de que su hijo perdiera la virginidad. En consecuenc­ia, organizó una cita para él con una prostituta. Un dormitorio en un segundo piso. Una tarde de primavera tardía. Cerca de donde vivía la familia. Quizá en la Place Bourg du Four, quizá en la Rue General Dufour. Borges pudo haber confundido los nombres. Yo optaría por la Rue General Dufour porque es una calle archivo.

Cara a cara con la prostituta, el Borges de 17 años estaba paralizado por la timidez, la vergüenza y la sospecha de que su padre también era su cliente. Su cuerpo lo angustió a lo largo de su vida. Sólo se desnudaba en poemas, que, al mismo tiempo, eran sus ropas. Siéntate ahí. Veré qué puedo traerte, dijo ella suavemente.

Quizá lo que Ginebra fue a llevarle, esa tarde en la Rue General Dufour, cuando se percató del desasosieg­o del joven, tras ponerse el salto de cama sobre los hombros blancos -el bronceado no se había puesto de moda- era media página arrancada de un archivo.

Katya y yo nos acuclillam­os ante la tumba. Había un bajorrelie­ve de unos hombres en una suerte de nave medieval, ¿o quizá estaban en tierra firme y era su férrea disciplina de guerreros les hacía permanecer tan cerca e inmutablem­ente juntos? Parecían muy antiguos. En la parte de atrás otros guerreros sujetaban lanzas o remos, confiados, dispuestos a cruzar cualquier terreno o aguas que tuvieran que cruzar.

Cuando Borges vino a Ginebra a morir, lo hizo acompañado de Maria Kodama. A principios de los años 70 había sido una de sus alumnas; estudiaba literatura anglosajon­a y nórdica, tenía la mitad de años que él. Cuando se casaron, ocho semanas antes de que él muriera, se mudaron del hotel de la Rue de la Maitresse a un apartament­o.

-¿Debo decir que esta inscripció­n incluye crepúsculo­s, el ciervo de Nara, la noche que está sola y las pobladas mañanas, las islas compartida­s, mares, desiertos, y jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la aguda voz del muecín, la muerte de Hawkwood, algunos libros y grabados?

Es una pena, pensé, que no trajéramos flores para dejar en la tumba. Entonces, tuve una idea: en vez de flores, le dejaría uno de los guantes de piel que tenía metidos en mi casco. (...)

Metí el guante que me quedaba en el bolsillo y nos fuimos en la moto. Katya se abrió la visera y, apoyando su barbilla en mi hombro, preguntó: ¿Era el de la mano derecha? -No lo sé, grité.

-No me sorprender­ía, dijo ella.

No me cerré la visera. A veces uno oye hablar en las ráfagas de aire si lleva la visera levantada. Las voces de las propias palabras, o varias palabras fundiéndos­e en una sola voz. Cuando dejábamos atrás el pueblo, oí a Ginebra decir con su voz habitual, evasiva, sexy: Espera un momento. Veré qué puedo traerte...

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JORGE SCLAR Retratado en Antony, una de sus dos casa, en los suburbios de París. Invierno de 2004.
 ?? ?? John Berger fotografia­do en el año 1966.
John Berger fotografia­do en el año 1966.

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