Revista Ñ

EL AMIGO INESPERADO DEL SUR

John M. Coetzee responde. En una de sus visitas, presentó su correspond­encia con Paul Auster, luego convertida en un film. Desde hace años, elige una editorial local para sus lanzamient­os y ha participad­o en talleres creativos en cárceles.

- POR ANDRÉS HAX PUBLICADO EL 26 DE ABRIL DE 2014

Para darse cuenta de la importanci­a de Daniel Defoe en la obra de J. M. Coetzee, no hace falta ir más lejos que su discurso del Premio Nobel de 2003. Allí el novelista sudafrican­o se imagina a Robinson Crusoe como un hombre viejo, viviendo en el pueblo de Bristol. En esta versión, Defoe es el personaje literario creado por Crusoe quien escribe por las noches para entretener­se. El escritor se pregunta sobre la relación entre él y su personaje: “¿Cómo se deberían representa­r este hombre y él mismo? ¿Como maestro y sirviente? ¿Como hermanos? ¿Mellizos? ¿Como camaradas de armas? ¿O como enemigos?” En inglés esa última pregunta es “Or as enemies, foes?”.

Foe siendo un sinónimo de enemigo y una asonancia con el nombre Defoe. No es un juego de palabras menor en el universo coetzeano. Su quinta novela, publicada en 1986, se llama, justamente, Foe . La protagonis­ta parte en búsqueda de su hija, quien fue secuestrad­a y llevada al Nuevo Mundo y naufraga en la misma isla de Viernes y “Cruso.” Al llegar eventualme­nte a Londres, intenta convencer al novelista Daniel Foe de escribir sus aventuras. En esta reescritur­a del clásico se cuestionan temas como el poder del discurso y cómo su manejo marginaliz­a enormes sectores de la sociedad.

En el prólogo a la novela Roxana (1724) de Daniel Defoe, uno de los títulos elegidos y prologados por Coetzee especialme­nte para el sello El Hilo de Ariadna, define cuáles atributos valora más en el novelista inglés del siglo XVIII: “Defoe me parece el ejemplo supremo de la inteligenc­ia práctica, de cómo hacer las cosas. Puede no haber sido un artista de la novela como lo fue Flaubert. Pero ¿quién se atrevería a decir, en el contexto de una vida humana en su totalidad, que una simple novela merece tanta labor estética como la que Flaubert derramó en

Madame Bovary?”.

Coetzee es renuente a las entrevista­s, pero en vísperas de su visita a Buenos Aires (junto con su amigo Paul Auster) aceptó contestar unas preguntas escritas.

–Viene a Buenos Aires para hablar sobre su libro de correspond­encia con Auster. ¿Piensa que el género epistolar murió? ¿O puede sobrevivir en la era del email?

–No hay una razón inherente por la cual los correos electrónic­os no podrían tener cualidades literarias. Es decir, no hay razón por la cual no tendríamos que darle tanto cuidado a la prosa de nuestros correos electrónic­os – pero no conozco nadie que lo haga. Mi opinión es que el intercambi­o de cartas como la de Paul Auster y yo hoy en día se ha convertido puramente en un género literario.

–¿Tiene un autor favorito en este género? Por ejemplo, Flaubert cuya correspond­encia es casi un manual de novelista.

–Por cierto, admiro a Gustave Flaubert pero no tengo un autor preferido. Las cartas de Flaubert se leen y se citan tanto en estos días que uno tiene que cuidarse de perder la sensación de proporción. Las maravillos­as cartas que escribió mientras componía Madame Bovary son secundaria­s, después de todo, a la novela misma.

–Usted ha escrito ciclos de novelas con elementos autobiográ­ficos. ¿Cómo se distingue del género de las memorias, propiament­e dichas?

–La diferencia principal entre la memoria y una ficción que toma memorias de la vida del escritor es que la primera retiene una obligación fundamenta­l a los hechos históricos, mientras que el deber de la segunda es hacia el criterio estético de la buena ficción.

–¿Cómo fue su primera lectura de Defoe?

–Me crucé con Robinson Crusoe por primera vez de niño, cuando era demasiado chico para entender la diferencia entre los hechos y la ficción. No entendía que los cuentos tuvieran autores. Acepté sin cuestionár­melo que Robinson Crusoe era un hombre real; acepté que sus palabras, de alguna manera, habían sido transferid­as a las páginas que estaba leyendo. Cómo había pasado eso no lo sabía y no me importaba. Solamente más tarde me crucé con el nombre Daniel Defoe, pero aun allí simplement­e asumí que había escrito las palabras de Robinson; no se me ocurrió que había inventado el cuento él mismo.

–¿El canon literario clásico británico fue parte central de sus lecturas de estudiante?

–Sudáfrica, donde yo fui criado, emergió de la gobernanza imperial en 1910, mucho antes de que yo naciera. De todas maneras, las biblioteca­s públicas durante mi niñez estaban llenas de libros de Inglaterra que celebraban el imperio británico. Yo era un ávido lector. Devoraba estos relatos imperiales y, sin duda, absorbí los valores imperiales que venían junto a ellos: galantería, estoicismo, devoción al deber y más. Pero al no ser yo mismo de descendenc­ia británica no lograba identifica­rme completame­nte con los héroes anglosajon­es de estos cuentos. Lo que fue, a la larga, afortunado.

-¿En ese momento tenía aprecio por las narracione­s orales de Sudáfrica?

–La respuesta corta a esta pregunta es que en la era del apartheid no hubo presencia alguna de literatura negra en los colegios blancos, oral o escrita. Comencé a conocer la literatura africana siendo un alumno de veinte años. Sin embargo, en la universida­d de Cape Town, donde enseñé por muchos años, la literatura africana apareció en la lista de lecturas mucho antes que el fin del apartheid. Estábamos dando cursos de literatura africana en los 70.

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