¡No quemes esas cartas!
¿Cómo se elige el nombre de un personaje? ¿Por qué el incesto ya no es un tema literario? ¿Qué fascina tanto a los hombres del deporte? Estas son algunas preguntas que se plantean Paul Auster y J. M. Coetzee en Aquí y ahora, las cartas que se enviaron entre 2008 y 2011. Fascinante porque retoma una costumbre en desuso. El intercambio epistolar entre ambos, a veces interrumpido por esporádicos encuentros en viajes, va revelando la trama de una amistad basada en una profunda simpatía intelectual. No es casual que el primer interrogante que suscita la correspondencia sea sobre la naturaleza de esta relación, y que lo proponga Coetzee: “He estado pensando en las amistades, en cómo surgen, en por qué duran –algunas– tanto tiempo, más tiempo que los compromisos pasionales de los que a veces se considera (erróneamente) que son tibias imitaciones.” La comparación con el amor no es casual: los dos no harán sino seducirse mutuamente, probarse y probar si la relación que comienzan dará sus frutos. Cada uno a su modo: Coetzee quiere nadar en las aguas de la filosofía, pregunta agudamente, cuestiona. Auster responde como novelista: contando historias y detalles encantadores, anécdotas de vida.
La naturaleza de la carta es siempre doble: acerca y pone de manifiesto la distancia, evoca una presencia en la lejanía. En este caso, la que va de Brooklyn, hogar de Auster, hasta Australia, donde reside Coetzee hace menos de una década. Eligen la anacrónica carta escrita a mano –Coetzee se ha modernizado un poco más y responde vía fax– para hacer de ese discurso el campo de prueba de una relación imaginada: Auster confiesa que tiene fantasías de largas caminatas con su colega.
Escribir una carta es hablar con un fantasma, presencia ausente y diferida, que vive en la imaginación. Estos son ejercicios de inteligencia y el combustible de una relación en que algunas declaraciones serían demasiado íntimas para el tono de corrección y afabilidad que adivinamos que deben mantener cara a cara. El examen de las cuestiones que aparecen recuerda a la mayéutica socrática. Examinan los temas desde múltiples ángulos, esperando poder dar a luz algún tipo de conocimiento. El deporte, por ejemplo, tiene una importancia central. El resultado es delicioso: Auster, siempre dispuesto a indagar en su biografía para sacar material narrativo, cuenta una fantasía infantil en que un jugador de fútbol americano, a quien le había escrito una carta invitándolo a su fiesta de cumpleaños, llegaba y se dedicaba a lanzar la pelota con él en el jardín. Coetzee, por su parte, llega a conclusiones asombrosas en torno al concepto de derrota que se aprende en la experiencia deportiva, concepto que le parece útil para la vida política.
Lo que depara esta correspondencia es la ilusión de que llegamos a conocer a estos escritores un poco más, puesto que dejaron de lado la máscara de la ficción y nos permiten meternos en su conversación privada: así, vemos a un Auster es sentimental y melancólico, fascinado por lo que la vida brinda como experiencia; Coetzee, en cambio, nos sorprende con su amargura analítica, fruto de una inteligencia abrumadora.