La raza, esa celadora
Toni Morrison. Fragmento de La fuente de la autoestima, último libro de la escritora ganadora del Nobel.
Al principio de mi vida de escritora busqué, sin llegar a encontrarla, una soberanía, una autoridad como la que estaba a mi disposición en la escritura de narrativa y en ningún otro lugar. En esa única actividad me sentía completamente coherente y totalmente liberada. Allí, en el proceso de escritura, estaba la ilusión, el espejismo del control, del acercamiento cada vez mayor al significado. Estaba (y sigue estando) el placer de la redención, la seducción de lo original. Sin embargo, durante una buena parte de los últimos veintinueve años he sido consciente de que esos placeres, esas seducciones, son más bien invenciones deliberadas necesarias, por un lado, para hacer el trabajo y, por el otro, para legislar sobre su misterio. Y me ha quedado cada vez más claro que el lenguaje es al mismo tiempo liberador y opresivo. Da igual qué incursiones emprenda mi imaginación: la celadora, cuyas llaves tintinean siempre al alcance del oído, es la raza.
Jamás he vivido, igual que ninguno de ustedes, en un mundo en el que la raza no fuera importante. Un mundo así, un mundo carente de jerarquía racial, suele imaginarse o describirse como un paisaje onírico, edénico, utópico, por lo remotas que son las posibilidades de que llegue a existir. Del lenguaje cargado de esperanza de Martin Luther King, Jr. a la ciudad de las cuatro puertas de Doris Lessing, de San Agustín a la simple etiqueta de “estadounidense” elegida por Jean Toomer, el mundo sin razas se ha planteado como ideal, milenario, un estado posible sólo si llegaba de la mano del Mesías o se emplazaba en una reserva protegida, una especie de parque natural.
No obstante, de cara a esta charla y debido a determinados proyectos en los que estoy inmersa, prefiero pensar en un mundo en el que la raza, en efecto, no sea importante. No pienso en un parque temático, ni en un sueño fallido y que siempre falla, ni en la casa paterna con sus muchas habitaciones. Lo concibo como un hogar. Por tres motivos.
En primer lugar, porque establecer una distinción radical entre la metáfora de la casa y la del hogar me ayuda a aclarar lo que pienso sobre la construcción racial. En segundo lugar, porque me permite tomar el concepto de la insignificancia de la raza y apartarlo del anhelo y el deseo, apartarlo de un futuro imposible o de un pasado irrecuperable y probablemente inexistente, para acercarlo a una actividad humana manejable y factible. En tercer lugar, porque la labor que puedo hacer es eliminar la fuerza de las construcciones raciales en el lenguaje. No puedo esperar a que llegue la gran teoría de la liberación, defina su funcionamiento y haga su trabajo. Asimismo, tanto las cuestiones relativas a la raza como las relativas al hogar son prioritarias en mi obra y han propiciado, de una u otra forma, mi búsqueda de la soberanía, así como mi abandono de esa búsqueda apenas he reconocido su disfraz.
Como escritora racializada desde siempre y para siempre, supe de inmediato, ya al principio, que no podía ni quería reproducir la voz del amo y sus aspiraciones de encarnar la ley omnisciente del padre blanco. También me negué a sustituir su voz por la de su amante servil o la de su valeroso adversario, puesto que ambos puestos (amante y adversario) parecían confinarme al terreno del amo, a su feudo, y obligarme a aceptar las normas domésticas del juego dela dominación. Si tenía que vivir en una casa racializada, al menos era importante reconstruirla para que no fuera una cárcel sin ventanas donde me encerraran.