La violación, el trofeo inter pares
Que una líder piquetera elija bailar con un caño como estrategia política y que, luego de un acto por la legalización del aborto, se haya visto un cartel abandonado sobre una estatua de San Martín sugiriendo que el padre de la Patria habría acompañado a abortar, permitiría creer que, aunque de maneras insólitas, se ha instalado un cierto feminismo. Mientras se repite el mantra “yo no soy feminista”, es mayor el acercamiento de las militantes de partidos tradicionales. Asimismo, la multiplicación de estudios de la mujer y la emergencia femenina en lugares de decisión permiten imaginar una situación de deuda saldada. Pero cada una de las páginas de este suplemento revela que no es así.
La gran sombra es aquello que debiera importar por sobre todo y que parece un retorno de lo reprimido de siglos vencidos bajo la forma de la trata de blancas y el femicidio. Lejos de ser temas policiales, éstos están entramados con la alta política. Sin embargo, la teoría feminista es la que ahora puede iluminar las cuestiones entre los sexos, temas entramados con las sociedades y los estados, como en el caso de Las estructuras elementales de la violencia, ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos (2004), de Rita Segato, que corre la figura de la violación de su par protagonista –victimario/víctima– para apuntar a la fraternidad viril, ese espacio donde la hombría, cristalizada por el estatus patriarcal, da sus pruebas.
Al prestar atención a lo que llama la “violación cruenta”, perpetrada por un sujeto anónimo a una mujer circunstancial y una minoría dentro de las violaciones, Segato, se vuelve al señalado por el prejuicio –negro, inmigrante, marginal– para revelar a través de su testimonio su característica de agresor víctima de un mandato. A través de entrevistas a violadores en la cárcel de Papuda, dio otro sentido al hecho de que gran parte no podía dar cuenta de sus motivaciones: según su expresión, a la manera del “arte por el arte”, las violaciones no tienen por fin la satisfacción a desmedro de la voluntad de la mujer ni por su resistencia, sino que son agresiones por la agresión misma. En el fantasma de violación es fundamental la presencia imaginaria o real del otro hombre o los otros, testigos de una suerte de demostración de virilidad.
Funciona como un intento fallido por restaurar una autoridad masculina dañada no tanto real sino estructural, en razón de clase, raza, ausencia de bienes. Segato habla de mandato de violación: “En rigor de verdad, no se trata de que el hombre puede violar, sino de una inversión de esta hipótesis, debe violar, si no por las vías del hecho, sí al menos de manera alegórica, metafórica o en la fantasía. Este abuso estructuralmente previsto, esta usurpación del ser, acto vampírico perpetrado para ser hombre, rehacerse como hombre en detrimento del otro, a expensas de la mujer, en un horizonte de pares, tiene lugar dentro de un doble vínculo: el de los mensajes contradictorios del orden del estatus y el orden contractual, y el inherente a la naturaleza del patriarca, que deber ser autoridad moral y poder al mismo tiempo. El violador no actúa porque tiene poder sino porque debe obtenerlo”.
La hipótesis es lo que le permitió pensar –a través de los crímenes de Ciudad Juárez– el femicidio como un lenguaje donde el agresor comparte con la colectividad el imaginario de género y en que, a través de su acto, se dirige a sus pares para compartir a una mujer como víctima sacrificial y, a la manera de un ritual iniciático que necesita la repetición para confirmárselo.
Si a menudo se considera la herramienta teórica feminista como una adyacencia de la política o uno de sus refinamientos, o de un interés sectorial, la teoría de Segato muestra lo fundamental que puede ser para analizar toda forma de violencia, incluida la del terrorismo de Estado.