Susana vs. Mirtha: el duelo final
Daniel Link. El autor de ensayos como Fantasmas, imaginación y sociedad, catedrático de la UBA, analiza la longevidad mediática de las divas máximas.
Cierta vez, la Sra. Borges contó que había ido a una premiere cinematográfica con su hijo, a la salida de la cual la gente aplaudía. Como ella empezó a responder a las felicitaciones destinadas al director, su hijo, preocupado por su salud mental, le murmuró “Qué agradecés, si vos no tenés nada que ver con esta película”. Extrañada, ella le contestó, con ese medio tono que hemos aprendido a amar a lo largo de los años: “¿Cómo que no tengo nada que ver?... Si yo... soy el cine argentino”. Uno estaría tentado de aplicar la abrumadora y justa sentencia a la figura de la más célebre bisabuela del universo televisivo, pero tal vez éste no admita, por su complejidad, una simplificación semejante.
Hace unos años publiqué en Clarín una comparación cuyo alcance no ha mermado y que se vio ratificada cuando la Sra. Giménez, candidata al Martín Fierro de platino que se entregó este año por primera vez, invitó a la ganadora de la estatuilla, la Sra. Legrand, a conversar a su programa sobre cosas de la vida y del trabajo (extrañamente imbricadas, porque ellas sólo conciben el trabajo como la reiterada exposición de sus dilatadas biografías).
Mi hipótesis era que cada una de esas estrellas de la televisión representaba un universo y una temporalidad que se oponían de manera sistemática.
La Sra. Legrand, con su dominio del francés, los modales, la agudeza, el mariposeo conversacional (irrespetuoso de la continuidad de los tópicos y de los turnos), la información de actualidad (”yo leo y tengo memoria”), y su desprecio por las marcas industriales de ropa, la política de izquierda (”se viene el zurdaje”) y todo aquello que se salga de tono, representa a la burguesía católica de provincias de fines del siglo XIX. La Sra. Giménez, con su dominio del inglés, sus fugas a Miami, su incapacidad para reproducir el más sencillo escrito que pongan ante sus ojos (en su programa, la Sra. Legrand tuvo que arrebatarle una supuesta carta escrita por su hermana Goldi, para leer de nuevo en alta voz el poema de Silvia Ojeda con el que se cerraba la misiva y que la conductora había destrozado ante su audiencia), su desinformación, su preocupación paranoica por la seguridad, su predilección por la ropa de marca y los perritos, representa a la pequeña burguesía latinoamericana y pop del siglo XX.
La Sra. Legrand fue siempre una Doña (casada, luego viuda), devota de la Virgen Rosa Mística, que supo desplegar con obsesión maniática el valor de su título, y que si no es más fina es sólo porque no puede serlo. La Sra. Giménez, au contraire, no tiene interés alguno en la fineza y mucho menos en señorío alguno (del que se alejó hace ya décadas gracias a una sucesión de escándalos sentimentales que no han cesado de reproducirse). La Sra. Legrand y la Sra. Giménez podrán competir en cualquiera de las declinaciones del trash: torneos de tintura, peluquería, maquillaje, iluminotecnia y operaciones faciales, celebridad... sin que ninguna de las dos pueda declararse vencedora definitiva. Pero hay algo en lo que jamás (jamás) podría haber rivalidad alguna, y es la firmeza y la vitalidad de la mirada de la Sra. Legrand, lo único para lo que no hay milagro cosmético que valga y el rasgo más constante para dar cuenta de la actividad cerebral (no importa cuán desbocada o desarticulada esta sea).
Lo que pone primera entre las primeras a la Sra. Legrand es esa intensidad escópica capaz de interrogar al poder soberano (”míreme a los ojos, Dr. Menem”), con la que la célebre ciudadana de Villa Cañás ha conseguido hipnotizar a sus menguadas audiencias durante cuatro décadas, al punto que ahora la reconocen con el primer Martín Fierro de platino y lo harán con el de adamantio que alguna vez será entregado. ¿Cuál es su secreto?
En los últimos cuarenta años, no ha hecho sino afirmar enfáticamente su propio ser: recibir, mostrar ropa, recordar, agradecer, señalar una y otra vez su importancia en el mundo del espectáculo, llorar públicamente a sus muertos, opinar desenfadadamente, visitar a amigos, proclamar su importancia (abstracta) y deponer viejos enconos en aras de la sociabilidad ligera y ciertas rancias maneras que si ya no se cultivan no es porque ella haya renunciado a su predicamento. Ese Martín Fierro quiere decir que, mientras viva, no habrá forma de que la televisión renuncie a una semejante celebración del sí mismo y a las tradiciones que con él se asocian y de las que ya casi nadie participa.
Es difícil saber qué vendrá una vez que el siglo XIX y sus maneras se conviertan en figuras ya remotas, pero entreví algo durante una “fiesta cool” en una casona de Paternal, donde había al menos dos premiados por APTRA (no soy precisamente unconnaisseur de ese mundillo), algunas celebridades menores del under, personas distinguidas, me dijeron, en festivales internacionales de cine, djs de fama mundial, muchas chicas en minifalda y jóvenes impecablemente vestidos (no necesariamente bien) a los que, en todo caso, sólo se los podría reconocer por haber hecho tal o cual cosa pero no por ser (ser esto o aquello): casi, en el borde, figuras sin nombre.
En otras casas o salones, a la misma hora, se habrán desarrollado fiestas con un ramillete de invitados bien distinto y entre los que, es seguro, no habríamos estado cómodos del todo, porque nos es imposible sostener el ser en el mismo sentido que la Doña indiscutible del laberinto de las apariencias televisivo, es decir: de forma tan sacrificial y tan sin condiciones entregado a la aterradoramente volátil predilección de las audiencias: “Yo a mi público le debo todo, pero también quiero que sepa que le he dado mi vida (seguido de un breve silencio con inclinación de cabeza)”.