LA NIÑA SALTA
Encuentro con Lucrecia Martel. Por el estreno de su segundo film, La niña santa, conversamos con la directora salteña, hoy la cineasta consagrada sin discusión con la adaptación de Zama. También despunta su faceta de polemista.
Viste que las directoras de cine parecemos todas cancheras, divertidas? En cambio a los escritores se los respeta más, les respetan su quietismo.” Bromea siempre, a pesar de su expresión seria, Lucrecia Martel, mientras toma agua mineral, y tamborilea suave sobre la mesa de madera oscura. “Yo no elegí el cine: el cine me abrazó a mí –agrega–. Si hubiese tenido habilidad para escribir, hubiera sido escritora.” Uno está tentado de agregar médica clínica, o filósofa zen, a juzgar por la serenidad con que espera el estreno de La niña santa, su segunda película. Porque está mucho más serena de lo que cabría esperar después de un éxito como el de La ciénaga. Pero no.
Martel no parece sufrir el síndrome de la opera prima exitosa. Sigue tamborileando los dedos flacos, un ruidito sutil. Presten atención al detalle del ruidito, porque no por nada ella terminó abrazada por el cine, esa pasta hecha de imágenes y sonidos. Así como La ciénaga era un film táctil (la presencia permanente del agua, el calor sofocante, las lágrimas, la sangre, el alcohol), La niña santa es una película sobre la escucha atenta. Sobre lo audible, sobre las voces, sobre las llamadas (de Dios, de una esposa que está lejos, de la nueva mujer del ex marido), sobre la vocación. Y sobre las cualidades morales de la materia.
La película cuenta la historia de dos amigas adolescentes, Amalia y Josefina, que van a una escuela religiosa y atraviesan una etapa de profunda devoción mística. Se preguntan cosas como ¿cuál es mi tarea en el plan Divino? ¿Cómo distinguir la llamada de Dios de la del demonio? Amalia vive con su madre Helena (Mercedes Morán) y su tío Freddy (Alejandro Urdapilleta) en el Hotel Termas de Salta, donde se realiza un congreso de otorrinolaringología.
Un día, durante una demostración callejera de un instrumento estrafalario, el the
remín, uno de los médicos (Carlos Belloso) la “toca”. Ella descubre que ese hombre es el doctor Jano, que conoce a Helena desde hace años y se siente nuevamente atraído por ella. Amalia, movida por el erotismo ambiguo que unió desde siempre el deseo de fusión mística con Dios con el deseo a secas, se decide a salvar a ese hombre del pecado. Hasta aquí, la trama. ¿Qué hay de los motivos?
Cuenta Martel, lectora apasionada de Spinoza y Deleuze, del Libro de Job y el Cantar de los Cantares: “El motivo espiritual que me lleva a hacer las dos películas es la idea del desamparo divino. La criatura en medio de ese desamparo. Y la consecuente necesidad de establecer un contrato entre las criaturas; es decir, de acordar un sistema legal entre quienes quedaron desamparados. Para mí, de eso se trataba La ciénaga, y no de la decadencia, como se dijo. La decadencia era una circunstancia, aunque quizá por el momento que atravesaba la Argentina, se leyó de esa manera.
–Lo que se leyó como decadencia es quizá la zozobra que provocan las pasiones humanas que se liberan en el desamparo.
–Sí, se habló mucho de la supuesta decadencia
que mostraba la película, por la ambigüedad de las relaciones. Sin embargo a mí eso me parece lo más vital de la película. Porque una vez desarmada la legalidad anterior, todo eso reprimido, tapado, impensado, queda en libertad y emerge. Con todo su peligro pero también con toda su potencia para crear algo nuevo.
–¿Esa idea también está en La niña santa?
–Sí, aunque La niña santa es más un cuentito con humor que puede llegar a verse como una fábula moral. Pero no lo es: los cuentos morales tienen objetivos y leyes que avalan un cierto sistema de valores. En ese sentido, éste es como un cuento a-moral, donde todo está por realizarse.
–Sos una gran lectora de libros de historia natural y medicina antigua. La niña santa transcurre durante un congreso de medicina. ¿Hay una conexión entre esas lecturas y tus películas? –Sí, leo mucho a Hipócrates, Aristóteles, Claudio Eliano. Y los libros de anatomía anteriores al siglo XIX. Me gusta esa tradición que trata de hacer confluir lo orgánico con lo moral. Claro, ya a finales del siglo XIX eso tiene un carácter medio payasesco, con Lombroso y esa tendencia que llega hasta el código genético, en la que la sociedad parece obsesionada con la posibilidad de crear el organismo moral. Que es como decir el monstruo perfecto. Me interesa mucho qué hacen las sociedades con sus monstruos: cómo los crean, cómo los estudian, si pueden pensar la felicidad como un estado en el que nadie quede afuera.
–¿Al elegir los actores influye ese interés por el cruce entre lo orgánico y lo moral?
–Sí, es clave. Si pudiera hacer el casting a mi modo, les haría una radiografía a los actores. Un análisis de sangre, una rinoscopía... (risas)
–¿Qué leerías allí?
–Creo que si alguien tuvo una fractura de muñeca que le permite torcer un poquito menos un brazo, eso es genial para un personaje. Es decir: hay cosas en la experiencia orgánica que son muy atractivas porque abren nuevas posibilidades de la percepción. Por ejemplo, alguien que estuvo un mes en cama por alguna enfermedad, puede captar la dislocación perceptual, la alteración de sonido e imagen, la elipsis, de un modo asombroso. Y eso es precisamente lo que hace el cine: explorar la percepción.
–De la pregunta sobre cómo distinguir entre la tentación y el llamado de Dios se pasa a una pregunta sobre la percepción: cómo se percibe cada cosa.
–La película parte de la pregunta religiosa – una pregunta que me hice de chica, porque era muy católica–: la pregunta por la fuente de la justicia, el destino, el sentido de la existencia. De chica me pasó lo siguiente: un día estaba en lo de mi abuela y de golpe sentí el ruido del calefón, pero no sabía que era el ruimoral do del calefón. Era alguien invisible diciendo “uuuuh” en el oído. Sentí un terror enorme de que fuese el diablo, y después la sensación aliviadora de que quizás era Dios. Podía ser una cosa o la otra. Lo que señalo aquí es que, cuando ya no hay Dios, hay una tensión en el organismo frente al misterio de la divinidad: el organismo humano no sabe distinguir qué es bueno y qué es malo. Le es imposible discernir, porque lo bueno y lo malo son entidades jurídicas que no pertenecen a la instancia del organismo.
–¿Y cuál sería la actitud moral?
–Creo que la única actitud ética posible es la observación del fenómeno en su singularidad. No para formular un juicio inmediato, como un observador escindido de lo que observa. Cuando digo observación no hablo de una actitud pasiva, voyeurista. Observación es tiempo de exposición. Es estar expuesto, atravesado por la experiencia.