Voces del interior
La oreja. En esa parte del cuerpo se detiene mucho la cámara de La niña santa, que para eso elige tácticamente los perfiles. “La mayoría de la gente escucha cosas”, dice un médico fonoaudiólogo, el Dr Jano, y Helena, que sufre de acúfeno (oír zumbidos), se queja: “El ruido ese del oído me tiene loca”.
Es que Dios nos llama y “lo importante es estar atentos a su llamado”, según enseña la profesora de catecismo. Pero lo que oye Helena no es tan divino, es un “pitido”. Y la palabra tendrá sus resonancias. El “audioerotismo” impregna La niña santa, una película cuyo diseño sonoro elude el soundtrack, y con hipersensibilidad de siesta insiste con los acoples de micrófonos, las respiraciones, el agua y los aerosoles (recuerden la permanente sinfonía de cigarras en La ciénaga).
Cada vez que un intérprete callejero de teremín (instrumento electrónico que ulula misteriosamente al moverse la mano junto a una antena) hace su demostración, el doctor aprovecha para “apoyar” a su enamorada, la joven Amalia. Las mujeres de La niña santa son Juanas de Arco que no saben qué oyen pero viven susurrándose cosas sobre “nudillos peludos” en los oídos.
La voz de su deseo les hace ruido, como un penetrante pitido, que tratan de tapar histéricamente con rezos mientras Dios no llama. Lo del despertar sexual intimidado por el catolicismo puede sonar anacrónico. Pero ese anacronismo es actual en la provincia y La niña santa elude el momento en que la represión sexual ya no se sostiene (no es Viridiana, La prima angélica, Piedra libre o Camila). Se mantiene en el medio tono de un erotismo sin resolución, donde el freak de la tele puede ser un sex symbol (Belloso) y Urdapilleta neutraliza sus paroxismos. Es otra vez ese micromundo de intimismo femenino y federal donde se come escabeche de torcaza, se dice “bonitilla”, se le dona el pelo a la Virgen y la fiebre retorna con cada siesta.