Revista Ñ

En la sastrería Minujín

- POR EDUARDO VILLAR PUBLICADO EL 9 DE FEBRERO DE 2013

Casa Minujín dice un antiguo cartel negro con letras doradas en el caserón donde ahora trabaja cada día Marta Minujín entre cientos de esculturas, colchones de colores flúo, un Citroën 3CV destartala­do y cubierto de venecitas, fotos, libros, pinturas, vidrios. En este caserón de San Cristóbal que ahora es su taller estaba el local de su abuelo ruso, que fabricaba y vendía uniformes. Aquí pasó Marta Minujín buena parte de su infancia, que ahora recuerda como penosa. “Nací en un mundo muy de locos. Mi padre esperaba que yo fuese varón y me peló hasta los cuatro años. Ya en la escuela era una rebelde brutal. y supe que quería ser artista plástica a los 8 años. Yo me creía Van Gogh. A los doce me fui a vivir a la casa de mi prima y me anoté sola en Bellas Artes. Hice La Cárcova, la Pueyrredón y no me recibí de nada. Y me gané la beca a Francia a los 16. A esa edad, para emanciparm­e, me casé con mi actual marido y me fui a París. La infancia la recuerdo como algo horrible. Mi hermano se murió de leucemia y mi madre llevaba las cenizas por todos lados, mi papá era cazador y tenía ciervos embalsamad­os. Recién fui feliz cuando me hice pop. Porque cuando era existencia­lista en París no era feliz, aunque París me abrió la cabeza. No lo podía creer. Y después me fui a Nueva York y tampoco lo podía creer”.

En los 70 eligió vivir y crear en Buenos Aires. Por ahora, cuenta que no falta ni un día a su taller; que trabajó incluso el día en que se casó con el arte en una delirante ceremonia en el Malba, el día de su cumpleaños.

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