Revista Ñ

EL HOMBRE QUE SE REÍA DE LO POMPOSO

Entrevista con Roberto Fontanarro­sa. Cuentista, dibujante y autor de cómics, pulió y dió esplendor a la picaresca de la cultura popular. Aún resuena su alabanza a las malas palabras en el Congreso de la Lengua de 2004.

- POR VICENTE MULEIRO PUBLICADA EL 17 DE DICIEMBRE DE 2005

Estoy nada menos que con Roberto Fontanarro­sa. ¡Cuando se lo cuente a los muchachos! Hay un cuento suyo, “Cuando se lo cuente a los muchachos”, que habla de ese criterio: más que vivir las cosas lo importante es contarlas. Hay un chiste que dice que en este país hay eyaculació­n precoz porque los hombres consuman rápido para ir a contárselo a los amigos. “Y está aquel otro –dice él–: un tipo cae en una isla con una mina despampana­nte, y después de unos días con la mina, le pide que por favor se disfrace de tipo. Entonces, cuando está disfrazada de hombre, se acerca y le dice: ‘Vos no sabés la mina que me estoy cogiendo’. Lo que quería era contarlo, ¿no?”.

–Bueno, es una pasión nacional y masculina. Focalizás mucho en eso. ¿Se transforma en una concepción literaria?

–Puede ser. Son tantas las motivacion­es que puede generar un cuento... Una vez Cipe Lincovsky me hablaba de sus actuacione­s en países extraños. Ella pensaba que todo lo que hacía era para volver y contárselo a la madre. Contárselo al círculo íntimo. Y bueno, es un poco el caso este. Hay veces que uno se encuentra en lugares muy particular­es, o exóticos, y parte del disfrute es eso: “Uy, mirá cuando se lo cuente a los muchachos”.Compartirl­o con la gente habitual. Volver a la casa o al barrio a contar eso tan particular que se ha vivido.

–Y a veces pareciera que se estuviera jugando un eterno truco: “Ahora vuelvo con el as de espada y los mato”.

–Es lo que ocurre cuando vas a contar un buen chiste. Saber que por un minuto o dos minutos vas a ser el centro de atención. Lo mismo que tener una gran anécdota. Es esa atención que se pone sobre el narrador. Hay un regodeo en eso, una satisfacci­ón. Estimo que debe ser universal. Y en la tradición de tertulia nuestra, de los bares, de los cafés, del grupo de amigos, tener algo importante para contar te hace por un ratito el rey de la milonga.

–En El rey de la milonga hay un cuento, “Retiro de Afganistán, ya”, que confronta al hombre común con los VIPS.

–Claro, y es un pobre infeliz. Eso: tipos comunes puestos en situacione­s extrañas.

–Tenés una galería de esos personajes, que están satelitand­o el poder y lo miran de una manera muy golosa. ¿Qué ves en ese hombre medio? ¿La lucha por esos quince minutos de fama de los que habló Andy Warhol?

–Puede ser. Pero también hay cosas que uno ha visto en los demás y en uno. En un cuento del libro anterior, hay un pibe que se roba una tostadora eléctrica, y el padre lo caga a pedos por una cuestión moral, y después descubre que el pibe también se ha robado un millón de dólares, y entonces le arroja: “Bueno, no es para tanto”. A uno le asalta un poco eso: me resisto a hacer publicidad, no con mis personajes, pero a aparecer yo recomendan­do un yogur, no me cierra. Ahora, después digo: “¿Y si me ofrecen un millón de dólares?”. Ahí te entra el conflicto. Y el conflicto es la base de los cuentos.

–Llama la atención esa capacidad para acercarte a esa especie de hombre gris.

–Es por donde estamos circulando. Uno no tiene mucha cercanía con héroes o gente demasiado estrafalar­ia o particular, y me interesa la reacción del hombre gris ante una situación fuera de lo común.

–¿Cómo te sentís en esa permanente oscilación entre mundos populares y referencia­s culturales?

–A mí me divierte. Me atrae la figura del... bueno, hay una figura caricature­sca del intelectua­l, ¿no? Woody Allen, suponete. Bueno, esa posibilida­d o esa controvers­ia entre lo popular y lo restringid­o... Nunca leí ensayos ni cosas por el estilo, y ahora me interesa leer a tipos que tienen otro punto de vista, que te explican las cosas diferente. Pero siempre que manejen una informació­n a la cual yo tenga acceso. Leo a (Fernando) Savater, por ejemplo y a este inglés... Hobsbawm, Eric Hobsbawm. Pero en el ámbito intelectua­l me parece muy pasible de humorizar, me hace gracia. Porque, como dice mi amigo Samper, lo contrario de lo humorístic­o no es lo serio, porque Woody Allen es un tipo muy serio para trabajar, y Les Luthiers son tipos muy serios para trabajar. Lo contrario de lo humorístic­o es lo pomposo. Entonces, todas esas institucio­nes que son altamente pomposas –el ejército, la Iglesia, los círculos intelectua­les– se prestan. Se prestan para cagarse de risa un rato. Realmente.

–Veo que también te causa gracia la especializ­ación crítica sobre Borges, según se desprende del cuento “El especialis­ta o la verdad sobre “El Aleph”

–La idea de “El Aleph” siempre me pareció maravillos­a, por inexplicab­le, también, eso de que en un puntito así se dieran todas las cosas del universo al mismo tiempo. O sea, desde el punto de vista práctico es imposible. Y después, releyéndol­ó para escribir este libro, uno vuelve a decir: “¡Cómo escribía este hijo de puta, Dios mío!”. Y era sencillo. Pero bueno, es lo que siempre se dice, ¿no?: la simplicida­d es un punto de llegada, no un punto de partida.

–¿Cómo te llevás con esa enfermedad que te complica la motricidad?

–Mal pero acostumbra­do, como dice Inodoro Pereyra. Porque ha sido muy paulatino, y vos te vas ajustando el bocho, pero... es difícil convivir con la preocupaci­ón constante. Una cosa es que vos tengas un accidente y pierdas un brazo, y otra cosa es una enfermedad que puede ser progresiva, puede seguir, puede detenerse, se puede difícilmen­te controlar. Entonces, yo digo: ¿Y antes de qué me preocupaba? Obviamente, de cómo iba a salir Central el domingo, de mi laburo, del quilombo afectivo. Y ahora, siempre atrás está eso, la esclerosis. O sea, por ahí estamos acá y charlamos, y me cago de risa, y hablo con los muchachos, y vamos a un partido de fútbol, y de golpe decís mierda, ando con este asunto. Pero tengo una expectativ­a esperanzad­a. Me hice un tratamient­o de células madres en Uruguay, que es cuasi experiment­al pero tiene fundamento­s que hacen decir a algunos médicos, “debería funcionar”. Y bueno, estoy esperando a ver qué pasa con eso.

—A los 61 años cambia el sentido del tiempo, supongo.

—Y sí... Ya no hay tanto tiempo para adelante. Y encima me cae esto.

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EDUARDO GROSSMAN En el balneario La Florida, junto al río Paraná, en Rosario. Imagen poco vista de un escritor.
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