WOODY ALLEN, CLARINETISTA EN NUEVA YORK
Crónica de Hermenegildo “Menchi” Sábat. El artista y genial caricaturista, amante del jazz, asiste al show de los lunes en el Café Carlyle. Para el cineasta, lo peor todavía estaba en suspenso.
Ahí está, ajustando la caña a su clarinete sistema Albert, un instrumento casi A en desuso, que estuvo de moda entre los primitivos músicos de New Orleans, venerados por sus logros y limitaciones por Woody Allen. Pocos minutos después se integrará, como todos los lunes, a la banda de Eddie Davis, la misma que no abandonó, en 1977, cuando le otorgaron cuatro Oscars por su película Annie Hall. (Para justificar su ausencia en la ceremonia de Hollywood, explicó que no podía “traicionar a sus amigos” y tocó en el Michael’s Pub de Manhattan.)
El Café Carlyle, donde insiste en recrear pretéritas melodías de New Orleans´, se ubica en la avenida Madison a la altura de la calle 77, y es un ámbito pequeño, opulento, muy caro y exclusivo. En el pequeño patio junto a la entrada, lucen fotos enmarcadas de JohnF. Kennedy y Jacqueline ingresando por separado.
Chismes confiables insisten que al ex presidente le concedían un acceso hacia un piso superior para que mantuviese encuentros cercanos (oh!) con Marilyn Monroe. Los maitres, mozos y barmen parecen entrenados por el Vaticano; no hacen ofertas capaces de ser rechazadas. Para mantener distancia con curiosos molestos, el propio Allen ingresa por otro acceso al costado del bar. El grupo de Davis grabó en tres ocasiones con Allen y, con leves cambios, actuó en 18 ciudades europeas, en 1996. Durante la gira, la cineasta Barbara Kopple filmó los conciertos y el almuerzo de regreso, donde estuvieron los padres y la hermana de Allen y su aún novia Soon-Yi Previn.
En esas circunstancias, para recalcar el carácter documental filmado, Woody escucha por qué no fue farmacéutico y por qué no eligió por esposa “a una linda chica judía”. Allen, que es un personaje muchas veces kafkiano, se autodefine como músico, y llama la atención su afinidad con músicos que usaron el clarinete sin preocuparse por los virtuosismos que alcanzarían, por lo menos, Benny Goodman y Artie Shaw, tan judíos como él. Estudió algo con Gene Sedric, que acompañó muchos años a Fats Waller y después decidió que su ídolo era George Lewis, un hombre que trabajó como estibador y se hizo músico profesional a los 50 años.
Ahora sus mentores parecen ser personajes casi circenses como Fess Williams, Wilbur Sweatman o (el blanco) Boyd Senter, intolerables instrumentistas capaces de expresarse al borde de las pifias. Tal vez, el mérito de Woody Allen sea, más allá de no complicarse con hazañas instrumentísticas, haber elegido una forma de expresión. Con el cine ha alcanzado otras profundidades.