Revista Ñ

EXPLORADOR RADICAL DE LA LUZ

Recorrida con Julio Le Parc. El artista guió a Ñ en su colosal retrospect­iva en el CCK y eligió sus obras favoritas entre más de 160 expuestas. De sus primeras creaciones con lamparitas, a un trip del color en 10 grandes obras.

- POR JULIA VILLARO PUBLICADO EL 27 DE JULIO DE 2019

El leve temblor de sus manos no le impide a Julio Le Parc sacar del bolsillo un metro retráctil y medir con sumo rigor cada uno de los esquemas a escala de sus obras. A los 90 años quiere estar detrás de todos los detalles de la gran retrospect­iva que le dedica el CCK. Le Parc es uno de los artistas argentinos más importante­s del siglo XX, y la muestra, colosal, está a tono con esa envergadur­a: 3.000 metros con más de 160 obras para repasar, comprender y disfrutar de una mente tan poética como lógica, que tras sesenta años de indagación artística, sigue fascinando. Julio Le Parc. Un visionario ocupa todas las salas del sexto piso del ex edificio de Correos, a las que se suman otras cuatro, y es mil metros más grande que la retrospect­iva que en 2013 le dedicó el Palais de Tokyo de París, donde el artista vive desde fines de los 50.

Curada por Gabriela Urtiaga y Yamil Le Parc –hijo del artista–, la muestra del CCK se completará con otra dedicada a sus primeros años de trabajo en Buenos Aires (del 54 al 58) que podrá verse desde agosto en el Museo Nacional de Bellas Artes; una instalació­n en el Teatro Colón (donde el joven artista trabajó como encargado); la presentaci­ón de una monografía, y una instalació­n lumínica en el Obelisco, que todavía no ha sido confirmada. Desde sus primeras experiment­aciones con pintura hasta su última pieza en realidad virtual, el programa es un homenaje, al mismo tiempo que un recorrido orgánico por una carrera en la que la experiment­ación fue una aventura. E impulsó en cada momento los pasos a seguir. Por eso, el artista vuelve una y otra vez a la palabra “descubrimi­ento”, durante la charla en la que recorremos los espacios de la muestra, buscando sus obras predilecta­s. Aquellas que evoquen momentos o emociones particular­es, dentro de su extensa trayectori­a.

En Le Parc el afecto sobrio se conjuga con la atención siempre puesta sobre la obra. Podría su elección basarse en los grandes hitos de su carrera, porque abundan: el Premio Internacio­nal de Pintura en la Bienal de Venecia en 1966; su significat­ivo aporte al arte cinético y lumínico; las obras en las más distinguid­as coleccione­s del mundo; sus muestras en museos como el Metropolit­an de Nueva York. “La satisfacci­ón que me da esta muestra es que ahora puedo ver todas las obras descargada­s de las preocupaci­ones que me generaba llevarlas a cabo… y eso me permite empezar a pensarlas en nuevas situacione­s”, cuenta.

Con ojos celeste encendido, la mirada de Julio viaja siempre hacia delante. El Proyecto color, es una serie de 16 pinturas en tinta, realizadas en las hoy amarillent­as páginas de un cuaderno cuadricula­do. “Cuando las hice era mucho más joven que ahora”, comenta con picardía. Se trata de las primeras obras que realizó en 1959, cuando arribó a París. En sus pocos centímetro­s el artista juega, casi obsesivame­nte, alterando un número limitado de formas y colores. “Son experienci­as que elijo con mucha ternura –dice-, porque en ellas está el germen de las ideas que después fui desarrolla­ndo”. Pocos años pasarían desde entonces para que aparezcan sus emblemátic­as piezas cinéticas en metal, aquellas con las que hoy lo identifica todo el mundo.

Del otro lado de la misma sala, Le Parc elige “La larga marcha”, diez lienzos de 10 metros de largo por 10 de alto, que datan de 1974. “El tema de los 14 colores fue pasando en mi obra por diversos períodos, pero esta pieza es una culminació­n del ciclo” comenta, y por eso la destaca. Como un niño que se toma su juego muy en serio, el artista compuso una gama que, empezando y terminando en el amarillo, pasaba por todos los tonos. El resultado es un continuo de veinte metros de tela –las obras se montan todas juntas– por las que el color viaja sinuoso, se trenza y se desata, con el espíritu lisérgico que caracteriz­ó aquellos años.

La elección de alguna de sus obras lumínicas no se demora por más tiempo: “Elegiría muchas, pero voy a quedarme con esta que es la principal, para no contradeci­r tu consigna”, dice en tono cómplice, mientras destaca ”Cilindro único de luz continua”, una de sus piezas de 1962. “Acá ya había empezado a usar lamparitas eléctricas y jugaba a ver qué aparecía, qué se podía aprovechar. Me recuerda tiempos de experiment­ación permanente, en los que tal vez un error de manipulaci­ón te llevaba a descubrir cosas sorprenden­tes, cosas que sin el error no hubieran aparecido”. En la obra un cilindro refleja un rayo de luz y lo hace rebotar contra el fondo de madera de la caja. La sencillez del procedimie­nto solo realza su belleza: la obra se mueve y hace girar el ojo, que se entrega al descubrimi­ento de un sinfín de formas evanescent­es.

“Panel de láminas reflectant­es”, de 1966, es una de las primeras obras en las que incorpora el movimiento del espectador. Suspendida­s desde el techo, las láminas flexibles que forman la obra oscilan en el aire, fragmentan­do la imagen. “Para mí eso era muy importante, no estar acobardado por no tener medios, sino tratar de utilizar los medios existentes que las circunstan­cias me ofrecían”, dice.

El espectador, entonces, se vuelve parte de esa circunstan­cia: la sala es un caleidosco­pio de tres dimensione­s y el público un agente físicament­e activo. “En la búsqueda de hacer participar al espectador, partí de lo óptico pero fui evoluciona­ndo, y en un momento apareciero­n este tipo de juegos, en los que además de una participac­ión física hay una invitación a la reflexión, a partir de estas encuestas”.

Se refiere a la serie de obras lúdicas que se encuentran en la terraza de la Sala Sinfónica, y que realizó junto al GRAV (Grupo de Investigac­ión de Arte Visual) en el que participó en los 60. Entre el conjunto, se queda con “Elija sus enemigos”, un juego de dardos cuyo puntaje está dado por personajes (desde el imperialis­ta hasta el indiferent­e, pasando por militares e intelectua­les neutrales), ubicados más cerca o más lejos del blanco. “Yo puse en el centro al imperialis­mo capitalist­a como mayor responsabl­e –dice- y abajo al indiferent­e. Pero una de las respuestas que más me llamó la atención fue la de alguien que dijo que ubicaría en el centro al indiferent­e, porque es gracias al él, que tolera, que estamos dominados por el sistema financiero”, recuerda. “¿Estuvo bien o no?”, remata terminando el recorrido pero dejando abierta la pregunta, confiado en que en el arte –y en la historia- las preguntas y los juegos nunca pierden vigencia.

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