Artefactos del ensueño
Espejos lumínicos. La muestra previa en el Malba, en la que desplegó sus efectos poéticos.
La luz se enseñorea en juegos múltiples en el interior de las cámaras oscuras en que se convirtieron dos salas del Malba. Se desplaza en direcciones opuestas, impulsa recorridos, salta de un punto a otro y traza elipsis que reaparecen convertidas en delicados velos que flotan en el espacio. El espectador es invitado a internarse por pasajes que lo llevarán a laberintos deslumbrantes y le devolverán su propia imagen multiplicada en fragmentos que lo alejan al infinito. Como en el antiguo circo o en los albores del cine, Le Parc Lumière se vale del poder de ensueño que encierran esas imágenes frágiles y fugaces. Hay algo en ellas que transporta a los universos de maravilla.
“El ensueño –recordó Gastón Bachelard– se nutre de diversos espectáculos pero por una disposición innata contempla la grandeza que pone al soñador fuera de lo próximo, ante un mundo que lleva el signo del infinito”. Tal vez resida allí el secreto de la fascinación que produce la obra lumínica de Le Parc, que no es el único capítulo de su vasta producción que abarca pinturas y objetos pero sin duda es el de mayor encanto y el que lo proyectó a la cima del arte contemporáneo. A catorce años de la última muestra en el Museo Nacional de Bellas Artes, llega al Malba parte de un conjunto que por varias razones se ha erigido en uno de los que representa de manera más consistente esta parte de la producción del artista. Se trata de la serie de piezas, en su mayoría originales de los 60, que la Fundación suiza Daros adquirió a partir de 2000 y fueron restauradas por Käthe Walser.
La muestra tiene la virtud de ofrecer la experiencia de sus obras más representativas. Entre ellas, varias de la serie Continuel Lumière, que Le Parc realizó a partir de 1960 con distintos dispositivos espejados móviles o simples metales amarrados en cajas de madera. La instalación “Cellule á penetrer”, que parte del laberinto “L’ Instabilité” que consagró al arte cinético en la Bienal de París de 1963. También, uno de los inmensos móviles que obligan al espectador a recostarse por debajo y abandonarse a sus cambiantes efectos, y las encantadoras “Lumières resort”, de 1964 y “Cercle projecté”, de 1968, dos pequeñas maravillas cuyo enorme efecto poético contrasta con los elementales dispositivos que lo hacen posible desde mecanismos sencillos.
Un dato clave en la obra de Le Parc es la variedad de estrategias que desplegó para sacar al espectador de un rol pasivo. El principio de interactividad que hoy resulta moneda corriente, no era entonces frecuente. Implicaba una postura ideológica que lo enfrentó con el sistema del arte. Acaso lo más interesante en ese sentido sea el hecho de que haya podido deslizar su posición ideológica en la constitución de la obra sin comprometer su poética .
Malba incluyó en espacios exteriores a las salas oscurecidas tres piezas aportadas por el propio La Parc, a sugerencia de su hijo Yamil. Se trata del impactante móvil “Sphere Jaune”, que cuelga a la entrada, cuyo original remite a una obra de 2001 y –según Le Parc hijo– es una suerte de “sol argentino” al ingreso de la muestra. Las otras dos son “Miroirs”, una de versión de los tantos juegos de espejos que Le Parc realizó en 1966, y “Lames reflechissantes”, que remite a un trabajo original de 1962. Todas, a diferencia de las de Daros, son de realización reciente, una posibilidad que admite la producción de múltiples que fijó el GRAV en 1966.