Revista Ñ

A Mamá, el ser más extraño

- POR RAQUEL GARZÓN PUBLICADO EL 21 DE MARZO DE 2017

El plano es tan corto, llena la pantalla de tal modo el rostro de esa mujer a la que vemos envejecer y modular su belleza lunar como una melodía, que en ocasiones parece no existir nada más. Ejerce una fascinació­n que raya en el vampirismo. ¿Habrá sentido eso Stéphanie Argerich? ¿La necesidad de apagar ese furor sin fondo llamado madre? “A veces me pregunto si no he estado siempre tratando de escapar del poder suave y absoluto que tiene sobre mi vida”, dirá. El padre, no ayuda: “Ya empiezan a salirme canas y aún espero que me reconozca”.

Bloody Daughter (”maldita hija”, o “hija sangrienta”) es el impactante documental que la benjamina de Martha Argerich estrenó en 2012 (hoy en YouTube). El filme repone una ruleta rusa de emociones al desandar los secretos de esa casa de puertas abiertas y madre de paso, definida por la directora y guionista (”la menor, la mimada”) como “zona de recreo llena de gente excéntrica”.

Imágenes de archivo, películas caseras y entrevista­s en presente narran ese hogar de mujeres (Argerich tuvo tres hijas y sólo convivió brevemente con un hombre, el director Charles Dutoit, padre de la segunda). Una casa llena de silencios (”mamá era como una aparición”, “una extraña familiar”) que tragaron nombres fundamenta­les como el de Lyda, su primogénit­a. Stéphanie supo de ella y conoció a su hermana cuando la mayor tenía 16 años y ella 4. En el meollo de esa omisión, oprobio: Lyda vivió en Nueva York con su padre, también músico, luego de que Martha perdiera la custodia de la niña que fue secuestrad­a por Juanita, su abuela materna, de un hogar de Bruselas en el que vivía.

“Soy la hija de una diosa”, señala la voz en off de la directora, hilo conductor del filme que narra esa relación medular, escabrosa y apasionada que la une a esa diva libérrima, de humor cambiante, que abandonó la Argentina con 12 años, con una beca para radicarse en Europa.

“Intentemos compartir algo. Es difícil filmar y compartir”, le dice mamá, mientras recorren, durante una visita, el Jardín Botánico de Buenos Aires, donde Argerich recuerda los paseos que daba con su padre. Graba cada rincón, cada gato, cada manchón verde (una manía, la de filmarlo todo, que adquirió en los años 80, cuando Argerich compró una cámara en Japón).

Catársis, grito y declaració­n de amor a la vez, la película de la hija sume en el extraño humor que depara el dolor inevitable. “Adoro estar cerca de ti. Adoro mirarte. Perdóname”, le dedica Martha Argerich a su hija en uno de esos primerísim­os primeros planos. Les creemos a las dos.

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