Las moscas que Enzensberger atrapaba en un puño
En las últimas horas de la Segunda Guerra, miles de jóvenes alemanes en edad escolar fueron reclutados para operar lanzagranadas, en un desesperado intento por detener a las fuerzas norteamericanas. Uno de ellos se hizo el muerto cuando pasaron cerca estas tropas de uniforme verde oliva. Quizá hace unas semanas ese mismo pícaro aterrado –ahora nonagenario– anheló revivir esa escena para burlar la inminente caída del telón del tiempo.
A los periodistas urgidos o perezosos Wikipedia les ahorra palabras y minutos, y a los escritores hasta les ahorra la muerte, ya que más de un currículum virtual puede leerse como una lápida avant la lettre. El autor alemán Hans Magnus Enzensberger murió en Múnich el 24 de noviembre y su reciente autobiografía, Un puñado de anécdotas, además de contar esa clase de historias actúa como un conjuro contra su desaparición y como una gran desmentida de la versión pública de su vida, no porque haya salido a corregirla sino porque vuelve tangible lo que en una pantalla tiembla de frialdad e imprecisión. Enzensberger plagó sus páginas de detalles y observaciones que le otorgan cuerpo, justamente, a sus días, sobre todo los inaugurales: “Los secretos siempre calan más hondo en los niños que los gritos”. Ya como poeta ocasional había demostrado su familiaridad perpetua con la niñez y, como en otros casos, el arco de su trayectoria parece responder a una divisa callada: se es escritor para cumplir una promesa –tácita, jamás pronunciada– que uno se hizo en la infancia: “como un niño que cazó una mosca / y vigila su puño cerrado”.
La cara íntima de guerra y posguerra, documentadas con fotos del álbum genealógico y memorabilia gráfica. Así se presenta Un puñado de anécdotas y su profusión de minucias y evidencias no apunta a reforzar la importancia de una vida, sino su deriva casual, ilustrando, de paso, el coeficiente de locura de un país y una época. Es decir, batallan lo significativo de un pormenor personal contra lo insignificante de la Historia cuando esta se pierde en teorías, vaguedades y humareda. Como pertenecientes a “un reloj de palabras / que construyó Petrarca”, los términos exactos en H.M.E. hablan de alguien que le huye a la abstracción.
Hay quien vive permanentemente descontextualizado y hay quien vive –como Enzensberger– en una contingencia constante, mediador voluntario bajo fuego cruzado. Nacido en 1929, el libro tenía todo para ser una narración descarnada, viciada de denuncia y revanchismo. Es, en cambio, un relato neutro, sobrio, ecuánime, en tercera persona, de una calidez solapada: “Cuando ya no quedaban libros ingleses en Alemania, el padre de M. tradujo más de una docena de novelas, cuentos y ensayos. Mecanografió los textos con una máquina de escribir portátil y los encuadernó, todo para un solo lector: su esposa”.
El subtítulo de Un puñado de anécdotas –Opus incertum– podría proponerse como el subtítulo implícito de cualquier obra, narrativa o ensayística. Ese estado de incertidumbre fue constitutivo de la bibliografía de quien fue conocido sobre todo por sus crónicas de viaje, reunidas en Europa, Europa, Zigzag, Detalles y Tumulto, por ser un poeta más que diestro y por algunos interesantísimos libros laterales como El diablo de las matemáticas y Los elixires de la ciencia. En este último repasa vidas un tanto absurdas y proyectos frustrados.
Es en el simpatiquísimo Mis traspiés favoritos que Enzensberger revisa proyectos propios que quedaron en el tintero o, con más frecuencia, de un tintero que volcaron manos ajenas. Un viejo libro suyo honraba en su título a una de las catástrofes más resonantes del siglo veinte, El hundimiento del Titanic. Se trata de un volumen de poesía, y con su técnica de collage –hay en Enzensberger una gran fascinación por los mecanismos– algunos textos tienen el aire, y la estructura, de proyectos inacabados: “Restauro mis imágenes, soy mi propio falsificador”. Si sufrió una buena variedad de fracasos, o de fracasos atípicos, es porque Enzensberger buscó expandir el horizonte de su literatura, por medio del cine, el teatro y la ópera. La diversidad temática ha ido de la mano de la agilidad geográfica en el autor de Europa, Europa.
Las crónicas allí reunidas son tan anacrónicas que resultan proféticas y trasladables. Al comentar el modo en que decayó la cortesía y la formalidad en Suecia, dice: “La destrucción de la forma es un indicio más de que la conciencia histórica de la sociedad sueca está amenazada de ruina”. Testigo de un episodio de despilfarro en Noruega, comenta: “La enseñanza que podemos sacar de ello resulta tan simple como tranquilizadora: cada sociedad humana, cada civilización o cultura desarrolla un método propio para echar la casa por la ventana”. De un húngaro bajo el yugo soviético, señala: “A veces pienso que a lo largo de su vida ha estado demasiado en contacto con la censura, con la policía; de ahí le ha quedado esa tendencia a adivinar los pensamientos de los demás”. En Alemania advierte contra “la exigencia de que todo aquel que se manifieste públicamente deba mostrar la amabilidad de clavarse a la cruz de alguna ideología”.
Enzensberger fue uno de los últimos intelectuales públicos europeos, con todos los peligros que ese cargo conlleva, pero su fobia a la autoridad y a las instituciones lo salvó de confusiones convenientes y de pecar de crédulo. En Detalles se detuvo en “el caso Pablo Neruda”, y si bien lo admiró y tradujo (Enzensberger era un políglota sin ínfulas) no se le escapaban las erratas mentales del comunista chileno: “Al poeta que no convertirá a la poesía en instrumento de la política tendremos que esperarlo aún por mucho tiempo, y quizá en vano”.
En el fascinante Tumulto consignó sus viajes a la Unión Soviética de 1963 y 66, su estadía en Berlín en el 68 y su año en Cuba en los 70. Crónicas de notable paciencia, ecuanimidad e imperturbabilidad, por un acupunturista de la distancia irónica. En La Habana, confesó, “nuestro huésped preferido era Heberto Padilla... carácter sorprendentemente alegre y desenvuelto que oscilaba con gran facilidad ente la seriedad y el cinismo, un fenómeno muy cubano”. Quizá les hablaba a los ingenuos, que se ponen más exigentes (más sospechosos, menos ingenuos) con quien ostenta mucha inteligencia, cuando indicaba: “Hay que retocar y reescribir constantemente la historia, un procedimiento que Castro les ha copiado a sus equivalentes soviéticos”.
En Panóptico, Enzensberger volvió a ensayar lo más difícil: versatilidad temática sin derrapes ni caídas en la “todología”. Economía, jubilación, milagros, sentido común, “profesiones honestas y menos honestas”; todo cae bajo la lente quemante del alemán que creía en el pluri-patriotismo: “Uno tiene que repartir su patriotismo, así no se vuelve peligroso”. Sabía que un escritor –sobre todo si es crítico– debe jugarse la posibilidad de quedarse completamente solo.
A riesgo de cometer una vergonzosa generalización gentilicia –típica propensión de épocas mundialistas– alguno podrá pensar que Enzensberger no parecía alemán. Es cierto que el suyo era un estilo solventado por una inteligencia intoxicada de buen humor. Momento de recordar, entonces, que habló de su reverso en En el laberinto de la inteligencia. Guía para idiotas: “Tampoco para la estupidez existe una sola palabra que haga justicia a la variedad de fenómenos que la constituyen”. Es cierto también que una inteligencia excesiva puede provocar la cólera de otros, especialmente si son contemporáneos, especialmente si son hipócritas o cretinos, y que hoy el problema de la inteligencia es que quien la ejerce parece que estuviera ostentando.