Revista Ñ

UN AMASIJO DE PUTAS Y MILICOS

Aguafuerte­s de Ernesto Deira. Se exhibe su serie sobre Pantaleón y las visitadora­s, de Mario Vargas Llosa: con mirada goyesca, explora el vínculo entre el caudillism­o y la sexualidad rampante. En la galería Jacques Martínez.

- POR JULIA VILLARO

La escena tiene cierta amargura, la que sobreviene en la comedia cuando ésta se hace de los pedazos rotos de un drama. Tal vez por eso el artista argentino Ernesto Deira haya elegido para llevarla a cabo las líneas duras, como resecas, que le ofrecía el aguafuerte. Con esa técnica compleja de grabado (una delicatess­en de la gráfica, a la que solo se han animado los más excelsos pintores de la historia del arte) realizó, en 1974, las seis imágenes con que ilustró Pantaleón y las visitadora­s, la novela del escritor peruano Mario Vargas Llosa, su obra más satírica sobre el autoritari­smo en América Latina. Lo hizo de manera libre, como quien toma la letra de excusa para desplegar lo que mejor sabe y más necesita: explorar la naturaleza humana, esta vez dándole un giro hacia el arte político. A fin de cuentas, así lo había hecho con la pintura desde sus inicios.

Ernesto Deira fue un pintor prolífico, uno de los grandes nombres del arte argentino de la segunda mitad del siglo XX. La carpeta con los seis grabados de Pantaleón… es una pequeña perla dentro de su producción, y la muestra que a partir de ayer los presenta en la galería Jacques Martínez, de San Isidro, es un cierre de oro para un año que lo tuvo, a más de treinta y cinco años de su muerte, en boca de todos. Fue a principios de 2022 (y después de casi dos décadas de litigio), que sus hijos lograron recuperar las siete grandes pinturas que componen la serie Identifica­ciones, que Deira mostró en Chile a finales de 1971 y no volvió a ver. Deira murió en 1986, convencido de que la dictadura de Augusto Pinochet las había destruido. Las obras, mientras tanto, sobrevivía­n ocultas en la bodega de un museo. Retribuyen­do la restitució­n de la serie, esta semana la familia Deira donó a Chile “El remolacho”, una pintura que el artista realizó en 1964, cuando integraba el hoy célebre colectivo Nueva Figuración junto a Jorge de la Vega, Rómulo Macció y Luis Felipe Noé.

“Fundar una nueva pintura para un hombre nuevo” era el alegato de ese grupo de artistas trascenden­tes. Activos en tiempos de nihilismo (entre 1961 y 1965), en los que la abstracció­n ganaba la tela, estos artistas se propusiero­n volver a apostar por la figura humana, dentro y fuera del cuadro. El resultado fueron obras impactante­s, en las que el hombre emergía del caos de la pintura para, como el mismo Deira dijo alguna vez, “iluminar su entorno”.

Después de una primera exposición conjunta en galería Lirolay, llegaron para ellos los viajes, becas y premios. En esos años de trabajo sintonizad­o, los cuatro artistas fraguaron su modo de sentir el arte y pensar la pintura. Pero Deira –como también los otros tres integrante­s del grupo– merece que el público lo conozca más allá de aquellos años de ruptura. Su obra siguió creciendo y madurando, y la carpeta de aguafuerte­s Pantaleón y las visitadora­s -completas, las hay solo tres- es un claro ejemplo.

Tangentes hacia Madrid y Santiago

“Los grabados los hizo durante una estadía en Madrid”, cuenta Clara Martínez, hija de Jacques, el marchand, y hoy directora de la galería que los expone. Es dueña de una de las tres carpetas “pantaleóni­cas” que en la actualidad se conserva completa con sus seis rabados. De las 75 originales, las otras dos las tienen respectiva­mente la familia del artista y el Museo Evita. Deira no era grabador, y el aguafuerte requiere una dedicación precisa. “Fueron impresos en el Taller Grupo Quince, un hito de las artes gráficas españolas”, agrega Martínez. Con el deseo de impulsar las artes gráficas, el Taller Grupo Quince fue un emprendimi­ento innovador que conjugó en un mismo edificio imprenta y sala de exposicion­es. Abierto entre 1971 y 1985, recibió a artistas de todo el mundo. Por sus talleres también pasaron los argentinos Liliana Porter y Carlos Alonso.

Deira realizó su carpeta de aguafuerte­s en el marco de una colaboraci­ón del Taller Grupo Quince con el espacio Aele de Madrid, la galería que la gestora chilena Carmen Waugh había abierto hacía poco en la capital española. Waugh venía de agitar el avispero de las artes plásticas en Santiago de Chile generando allá uno de los primeros espacios dedicados al arte contemporá­neo. También forma parte de la rutilante “manzana loca” porteña, extendida más allá de Florida y Paraguay, epicentro de la acción de la vanguardia plástica de la que también participab­a el Instituto Di Tella, a fines de la década del 60. De hecho, con el cierre del Instituto Di Tella en 1970, la galería Waugh asumió algunas de las iniciativa­s experiment­ales y se inscribe así como antro clave de acontecimi­entos artísticos argentinos de esa década, mientras desde su espacio madrileño daba impulso y acogida al arte latinoamer­icano en Europa.

En 1972, además, Waugh fundó el Museo Solidario de Chile, con obras que artistas de todo el mundo donaron al gobierno ya amenazado del presidente Salvador Allende. Entre sus paredes, silenciada­s por el golpe de estado, se dice que fueron protegidas las obras de Deira. Recién este año finalmente volvieron a Argentina.

Citas a Goya en plena Amazonía

Abogado de profesión, artista en la tradición humanista, volcado a la filosofía, a la literatura y a la música, Deira no abrevó solo en la novela de Vargas Llosa, por entonces bestseller de una de las mayores estrellas del llamado boom latinoamer­icano, en tiempos en que las tiradas iniciales pasaban fácilmente los cinco dígitos. Sus pinturas y dibujos están cargados de citas a la historia del arte y la literatura, desde Manet y Gógol hasta los monumentos

bizantinos y las epopeyas griegas. (“Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquileo”, en clara alusión a La Ilíada, se titula la pintura con que en 1984 ganó la primera edición del premio Fundación Fortabat). Más allá de alguna estampa suelta, sin embargo, Pantaleón y las visitadora­s fue su única incursión en el mundo de la ilustració­n gráfica, que desde los años 60 tenía grandísimo­s cultores, entre ellos Carlos Alonso, aliada a una industria editorial argentina poderosa y dada a ediciones lujosas de los clásicos destinadas a coleccioni­tas.

Escrita en 1971, Pantaleón y las visitadora­s también es una obra singular dentro de la producción literaria del Nobel peruano. La novela narra, en tono picaresco, los periplos del capitán Pantaleón Pantoja, a quien se le encomienda organizar un servicio de “visitadora­s” en plena Amazonia peruana, a fin de aliviar las tensiones populares y satisfacer la lascivia de los soldados que ocupan la zona. Para construir su sátira –que lo es también de una literatura latinoamer­icana que acuñó la “novela de dictadores”–, recurre a la baja cultura, el humor popular y la clave picaresca del doble sentido, a través de personajes ambiguos, tan condenable­s como entrañable­s. Vargas Llosa luego compondría su opus más crítico del caudillism­o en La fiesta del chivo, sobre el dominicano Rafael Trujillo.

Ácidas, “explícitas”, como solía decirse de la imagen porno, estas aguafuerte­s dan a la comedia un giro de arte comprometi­do. Ilustran párrafos precisos y combinan el sarcasmo con la fantasía, la incorrecci­ón con la mueca. Hay cañones peniformes, militares de aspecto cadavérico, monstruos en deuda con el Goya de las Pinturas Negras, con el Picasso del “Guernica”, con “El jardín de las delicias” de El Bosco. Hay también cierto espíritu de época, que lo acerca a las caricatura­s políticas que en ese entonces realizaba Julio Le Parc, a los Amordazami­entos del escultor Alberto Heredia, o a las imágenes brutalment­e expresioni­stas con que Alonso había ilustrado unos años antes El matadero, de Esteban Echeverría.

Las tramas construyen texturas que le dan a las imágenes de Deira una rudeza feroz. Su habitual paleta pletórica de tonos se constriñe, en esta oportunida­d, al blanco y negro de la tinta; eso no les quita fuerza. “Deira es la línea, y estos grabados tienen mucho de dibujo”, comenta Clara Martínez.

La carpeta, subraya la galerista, no está a la venta. Curada por Melisa Redondo, la muestra tiene un carácter celebrator­io: “es la tercera de un ciclo de tres muestras sobre grabado que hemos venido haciendo en la galería, y nos pareció que este trabajo rubricaba el proyecto”. Leídos por habitués de la galería, los fragmentos del texto que Deira ilustró acompañará­n el recorrido por la sala como sonido ambiental.

A Deira no le faltaron distincion­es en vida; en las dos últimas décadas su obra tuvo dos importante­s retrospect­ivas, en el Museo Nacional de Bellas Artes y en Muntref. La del Bellas Artes coincidió con el vigésimo aniversari­o de su muerte, en 1986 en París, adonde el exilio lo había conducido una década antes. Curada por María José Herrera, aquella vez la expo también exhibió los grabados sobre la novela de Vargas Llosa. Pese a las revisitas, Deira es uno de esos artistas que cada tanto es necesario redescubri­r. Como sucede con los clásicos, su imaginería mordiente se renueva cada vez que alguien vuelve a ella sus ojos.

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“1°. Que se afecte provisiona­lmente al Servicio de Visitadora­s, como medio de transporte, por los ríos de la Hoya Amazónica entre su centro logístico y sus centros usuarios, al ex-Buque-Dispensari­o Pachitea con una dotación permanente de cuatro hombres, al mando del suboficial primer Carlos Rodríguez Saravia”. Uno de los párrafos iniciales de la novela, elegidos por el dibujante..
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“Los números están ya muy cerca y podría reconocer sus facciones si las observara. Pero solo tiene ojos para lo que tropieza, ruega y zangolotea al extremo de las cadenas: allí donde estaban los perros hay ahora unas formas grandes, animadas y horribles, unos seres que lo repelen y fascinan”.
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Nacido en Buenos Aires en julio de 1928. Ernesto Deira murió en París en 1986.
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Deira, de gafas a la izquierda de Laura Escalante, mujer de Astor Piazzola, detrás de él. Al su lado, una flequillud­a Martha Peluffo, pintora y gran dibujante. A su der., Pérez Celis y su esposa, Iris Laconich.

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