Revista Ñ

Sobre la tristeza futbolísti­ca

Aunque estuviéram­os peleados, la posibilida­d de sublimar los problemas y ver un partido juntos nos proporcion­aba esperanza familiar.

- POR ALEJANDRO ZAMBRA

Vivíamos en un mundo horrible, pero lo único que parecía afectar a los hombres era un resultado adverso en el partido del domingo. Del mismo modo que las dos o tres horas posteriore­s a un triunfo eran propicias para pedirles permiso o dinero, cuando nuestros padres sucumbían a la tristeza futbolísti­ca, sabíamos que era mejor dejarlos lidiar a solas con la derrota. Amurrados y convalecie­ntes, esas noches los hombres se volvían aún más lejanos, porque hacían cosas inusuales, como mirar por la ventana con severa impotencia hacia la calle vacía, o escuchar una y otra vez “Me olvidé de vivir” mientras lustraban sus zapatos frenética, interminab­lemente.

Hubo un tiempo ya remoto en que no me gustaba el fútbol. No me aburría en el estadio, pero me costaba entender el espectácul­o. En cuanto comenzaba el partido cualquier cosa me parecía más interesant­e que lo que sucedía en la cancha: el enérgico precalenta­miento de los suplentes, por ejemplo, o los tímidos pasitos de baile de los árbitros, o la gallarda cabellera al viento de Severino Vasconcelo­s. O las maromas heroicas de los vendedores de café, que circulaban con destreza entre la multitud con sus enormes termos colgados del cuello. Se me hacía difícil comprender la semejanza entre nuestras intensas y desordenad­as pichangas y el monótono deporte que presenciáb­amos en el estadio, sobre todo por la ausencia casi absoluta de goles. Tengo la impresión de haber asistido, por entonces, a muchísimos empates a cero.

Ir al estadio con un hijo pequeño debe haber sido una pésima idea. Para ver los partidos en relativa paz, nuestros padres no tenían más remedio que empalagarn­os con helados, cocacolas y maní confitado. Llevarnos al estadio era un error, pero también una apuesta, una inversión a corto o a mediano plazo, porque nuestros padres sabían que en algún momento nos distraería­mos de nuestras distraccio­nes, finalmente abducidos por la entrañable lentitud futbolísti­ca.

En mi caso esto sucedió pronto: a los ocho años ya era yo, en plenitud, un fanático empedernid­o. Un fanático de Colo-Colo, como mi padre. Hubiera sido genial que me gustara el equipo enemigo, u otro equipo cualquiera. No se me ocurre ahora una forma más económica de matar al padre, mucho más gradual y efectiva que la manoseada rebeldía grunge o el lacerante gritoneo político que vinieron después. Conocía algunos casos de niños disidentes: de forma misteriosa, aduciendo motivos poco serios, banales, como lo bonita que era la camiseta de la Universida­d Católica, conseguían torcer la trama, y a esos padres estafados y perplejos no les quedaba más remedio que convivir a diario con el enemigo.

No está claro que hayamos, en propiedad, elegido un equipo de fútbol. Para muchos de nosotros ese aspecto de la herencia paterna fue el único que nunca cuestionam­os. Y aunque estuviéram­os peleados a muerte con nuestros padres, la posibilida­d de sublimar los problemas y ver un partido juntos nos proporcion­aba cierta dosis razonable de esperanza familiar; una tregua momentánea que al menos nos permitía sostener la ilusión de pertenenci­a.

No tiene gracia juzgar a nuestros padres ahora. Es demasiado fácil. Por lo demás, ese romanticis­mo estúpido, ese sentimenta­lismo culposo, ha pervivido en nosotros. Es un hecho que seguimos experiment­ando la tristeza futbolísti­ca; los chilenos, por ejemplo, miramos el mundial de Qatar con una mezcla de rabia e impotencia. “Mucho mejor que no clasificár­amos, no hay ningún motivo para sentirse orgulloso de participar en este mundial”, me dice un amigo, después de una larga enumeració­n de las atrocidade­s cataríes. Enseguida empieza el partido de Alemania y España y lo miramos en obstinado silencio, como dos adolescent­es que no fueron invitados a una fiesta. Tristísimo­s.

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