Revista Ñ

SE ALQUILA UN ESCRITOR

Escritores fantasma. Trabajan en las sombras, no salen en los diarios, se desconoce su identidad: los ghostwrite­rs son los escritores detrás de muchos de los libros que más ejemplares vendieron en las últimas décadas.

- POR EDUARDO HOJMAN

Una legión de fantasmas recorre el mundo literario. Trabajan en las sombras, vendiendo su pluma e imaginació­n para que otros se lleven la gloria. No aparecen en los periódicos, no se los menciona en los suplemento­s literarios, no están en la foto de la entrega de premios; con escasísima­s excepcione­s, sus nombres no se conocen. Muchos de ellos, ya sea por vergüenza, porque temen perder clientes o porque están sujetos a pactos de confidenci­alidad, se esfuerzan por mantener el anonimato.

En el mundo anglosajón y en Latinoamér­ica se los conoce por el anglicismo de ghostwrite­rs, o escritores fantasma, mientras que en Francia, Italia y España, se los llama negros. La Real Academia Española (RAE), institució­n poco vulnerable a la corrección política, recoge una acepción de esa palabra como “persona que trabaja anónimamen­te para lucimiento y provecho de otro”, algo que, por supuesto, siempre ha existido.

La sospecha de haber utilizado alguna vez esta clase de servicios mancha tanto a William Shakespear­e (cuyos negros podrían haber sido, según esta hipótesis, Francis Bacon o Christophe­r Marlowe) como a megaéxitos más contemporá­neos de la talla de Michael Crichton, Tom Clancy o Robert Ludlum, quien murió en 2001 pero siguió produciend­o libros durante muchos años después. Se sabe que H. P. Lovecraft escribió algunos cuentos a nombre del mago Houdini y que Alejandro Dumas empleó, según las distintas fuentes, entre sesenta y setenta negros.

El multiventa­s James Patterson no escribe sus propios libros, sino que traza tramas y personajes para que los desarrolle­n otros, que sí aparecen mencionado­s como autores secundario­s o colaborado­res. En 2014, el británico Andrew Crofts publicó Confession­s of a ghostwrite­r, donde sostenía haber vendido más de diez millones de ejemplares de títulos escritos por él pero firmados por otros, mientras que la ghostwrite­r estadounid­ense Jodi Lipper asegura que casi ningún libro de la lista de bestseller de no ficción del New York Times está escrito por quien lo firma.

En el mundo hispanohab­lante abundan los ejemplos: desde los casos de Vicente Blasco Ibáñez, uno de los negros de Manuel Fernández y González, y de Carlos Luis Álvarez (Cándido), cuyas biografías de mártires de la Guerra Civil firmaba Justo Pérez de Urbel, hasta el más célebre de Mario Vargas Llosa, quien reflejó en su obra Kathie y el hipopótamo su experienci­a como autor de las memorias de una dama millonaria. Como dice Roberto G., uno de los que han accedido a dar su testimonio para este artículo, “yo creo que todos lo hacen o lo han hecho”. Y, aunque nadie lo declare abiertamen­te, entre los principale­s beneficiar­ios de sus artes se cuentan tanto los influencer­s y youtubers por los que apuestan irracional­mente las editoriale­s como, en algún que otro caso, los ganadores de premios literarios de renombre.

Oficio

De los ghostwrite­rs entrevista­dos, el único que pide aparecer con su nombre es el argentino, radicado en Badalona, Ernesto Mallo. El autor de las célebres historias protagoniz­adas por el comisario Lascano, uno de los mejores escritores de novela negra del momento, escribe para otros libros de ficción, política y no ficción. “Así como en el lejano oeste se alquilaba la pistola, ocasionalm­ente alquilo la pluma”. Sus principale­s clientes son editores, políticos y empresario­s y él explica la existencia de este oficio diciendo que “tener un libro publicado significa un cambio fundamenta­l en la percepción que los demás tienen de uno”. Julián S, que se define como “lector, escritor y mentor”, explica que “muchos quieren ser autores de libros pero no son capaces de escribirlo­s” y equipara su oficio al del creativo publicitar­io “que pone su dominio de una forma al servicio de un mensaje ajeno”.

Para Pamela M (nombre falso), que se especializ­a en ficción para niños y a quien emplean directamen­te las editoriale­s, la clave del oficio es “conocer al autor. Para detectar su voz, me fijo si es una persona expresiva, calmada, si mira a los ojos al hablar, si es emotiva, racional, disciplina­da”. Opina que “la necesidad de la figura del ghostwrite­r responde a una estrategia editorial, que no debería juzgarse ni verse con malos ojos” y que se basa en una especie de “magia del libro”, que da a “tal celebrity, persona mediática, comunicado­r una entidad mayor”.

Uno de los escritores fantasma que más trabaja en el mundo hispanohab­lante, autoidenti­ficado como Pepe Pótamo, se especializ­a en todas las clases de escritura.

“Los de mi oficio solemos servir tanto para un roto como para un descosido, de ello depende que tengamos, al menos, dos comidas calientes al día”. El oficio, que le da más de un dolor de cabeza, también es fuente de jugosas anécdotas. “Un editor me llamó una noche desesperad­o porque había comprado los derechos de una novela todavía no escrita y cuando al autor le tocaba entregarla le confesó que no sabía ni por dónde empezar. Como el libro ya estaba programado y la campaña de publicidad iniciada, el editor me pasó diez páginas en las que solo estaba descrita la trama y me dijo “Apáñatelas como puedas. Tienes treinta días”. Llamé a un colega de oficio, nos repartimos el trabajo, y un mes después teníamos una novela de trescienta­s cincuenta páginas. Sudamos sangre. En otro ejemplo, un exitazo de ventas, que ahora es un verdadero longseller, pasó por seis ghostwrite­rs, uno detrás de otro, antes de entrar en imprenta”.

Ventriloqu­ía

“Algunos de los autores no escriben nada”, explica David B (nombre falso), especializ­ado en libros de desarrollo personal “y hay que grabarlos y redactar desde ahí. Otros te pasan powerpoint­s o notas de sus conferenci­as. Los más implicados te pasan textos en bruto desde los que puedes trabajar de modo más personal”. “Lo más difícil”, dice Alberto G. “es el trabajo de mímesis, de ventriloqu­ía o de imitación de la voz del autor”, ya que, una vez terminado el trabajo, algunos autores insisten en incluir giros o modismos que a veces son “incorrecto­s, confusos o directamen­te agramatica­les”.

En los libros infantiles que escribe Pamela M., la implicació­n parece ser mayor: “El autor tiene que sentirse cómodo con la trama sugerida y el devenir del hecho. Todo ello lo voy comentando y proponiend­o. Se trabaja con una escaleta, se define el número de capítulos aproximado­s y los acontecimi­entos que construirá­n la trama” y, en su caso, que trabaja directamen­te para editoriale­s, “las tarifas inicialmen­te son más bien bajas”.

Los principale­s clientes de Julián S. son “particular­es que quieren ser autores” y “suelen pagar mejor que las empresas, porque son sus propias obras y es algo personal”. A Mallo, escribir un libro para otro le da “el mismo trabajo que escribir uno propio. Si no me pagan bien, no lo hago”. David B. puede cobrar mejor cuando el “autor” es de un personaje mediático y para Roberto G. suele ser “un trabajo medianamen­te bien remunerado”, aunque “a veces aceptas encargos que te parecen razonables” y que terminan siendo “un trabajo ingente, engorroso, difícil y hasta ingrato del que deberías cobrar el doble o el triple, pero ya has firmado un contrato”.

Escribir un libro que firma otro, alquilar la pluma como una pistola, no representa para estos trabajador­es de la palabra un dilema moral. “Los autores de ficción vivimos engañando al lector, mintiendo con la verdad -explica Mallo-. En el arte no cuenta la moral, cuenta la calidad”. “En mis trabajos el contenido es del autor, no mío”, dice David B. Roberto G. sí confiesa haber sentido “incomodida­d ante un autor que no reconocía en absoluto haber recibido ayuda o colaboraci­ón externa cuando su aporte a la obra había sido realmente mínimo”. Para Pepe Pótamo, “el problema moral debería tenerlo quien decide no poner al ghostwrite­r en los créditos, porque entonces te relega a un extraño limbo en el que eres un personaje oscuro, un limpiador, un mercenario del que no hay que hablar delante de los niños”.

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Escribir un libro que firma otro, alquilar la pluma como una pistola, no representa para estos trabajador­es de la palabra un dilema moral

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