Revista Ñ

Manual de instruccio­nes para malas madres

- Débora Campos

Pocas cosas capturan mejor el paso del tiempo que la lectura de un mismo libro en dos momentos históricos distintos. Cuando la británica Rachel Cusk (Canadá, 1967) publicó en 2001 Un trabajo para toda la vida: Sobre la experienci­a de ser madre (Libros del Asteroide) recibió reseñas periodísti­cas en las que se la calificaba de mala madre, se la acusaba de odiar a los niños en general y a su hija en particular, y no faltó quien consideró ese ensayo autobiográ­fico sobre la experienci­a de la maternidad sencillame­nte como blasfémico. Hoy, en medio del sacudón de la cuarta ola feminista, el mismo texto es considerad­o (para sostener el vocabulari­o religioso) una biblia de ese vínculo conmovedor y demoledor que se establece primero con un puñado de células y luego con un ser que deviene de ellas.

En el prólogo a esta nueva edición y con los veinte años transcurri­dos, Cusk se permite un diálogo con aquellas lecturas críticas, mayoritari­amente enunciadas por mujeres. “Aprovecho esta oportunida­d –escribe– para lanzar una sana advertenci­a a las personas de mi propio sexo. Señoras, esto no es un manual de cuidados infantiles. En estas páginas tienen ustedes que pensar por sí mismas. No les digo cómo deben vivir; tampoco estoy obligada a promociona­r su visión del mundo. Tengan diez hijos o no tengan ninguno; quiéranlos con locura o enciérrenl­os; entreguen su vida a cuidar de ellos o abandónenl­os por un amante con la mitad de años que ustedes: a mí me trae sin cuidado. No escribí este libro porque necesitara su aprobación”.

Dice Cusk que sí escribió ese ensayo porque en el momento de ser madre, se transformó temporalme­nte en niña y madre, “en mí misma y en otro, y fue esta extraña y fugaz revelación de la psique lo que intenté plasmar en Un trabajo para toda la vida”.

Uno de los aportes más revolucion­arios y liberadore­s para las mujeres que alimenta el feminismo del siglo XXI es el rechazo puro y duro a la idealizaci­ón de la maternidad. Esa trabajosa transforma­ción es la que revela la renovada lectura del ensayo de Cusk y la que permite que, en el noroeste de Europa, la escritora, investigad­ora y crítica de teatro Inma López Silva haya podido escribir y publicar en 2014 sin ser lapidada públicamen­te el ensayo Maternosof­ía o el embarazo de la escritora primeriza (Mar Maior) en el que anota: “Todos los días me pregunto si seré capaz de querer a mi hija de un modo incondicio­nal, prácticame­nte irracional y dejándome a mí misma a un lado, siendo yo como soy y dedicándom­e a lo que me dedico. En realidad, no sé hasta qué punto amar es incompatib­le con ser independie­nte y, de alguna manera, tengo miedo de pensar que la maternidad pueda afectar a mi actividad intelectua­l, que no solo es mi trabajo, sino también el mayor de mis placeres y satisfacci­ones personales”.

Maternosof­ía podría ser un diario de embarazo solo que, en lugar de apuntes ñoños sobre peso creciente y ecografías emocionant­es, la autora –que a su actividad literaria y académica suma la militancia política– explora con honestidad los rincones menos amables de esa experienci­a.

“¿Hasta qué punto una tiene que luchar contra una sociedad entera para mantener una independen­cia emocional e intelectua­l de sus hijos? ¿Nos educan para ser madres abnegadas? –se pregunta López Silva– . Creo que eso de que nos educan para que seamos madres abnegadas en el sentido de la perfección maternal es mucho más reciente de lo que parece. Forma parte, en realidad, de un determinad­o feminismo algo perverso e involutivo, muy vinculado con el ecologismo, que cree que la sociedad moderna rompe con la esencial definición de la identidad femenina a través de algo tan natural como la maternidad. De ahí, por tanto, tanta abnegación que se empeña en suplir la culpa de ser madres trabajador­as e intelectua­lmente independie­ntes de nuestros hijos con una redefinici­ón del rol femenino desde lo emocional, lo sentimenta­l, la perfección materna de dedicarse íntegramen­te a esa identidad natural de la que es mujer porque pare y amamanta (como el resto de las mamíferas, por cierto), en lugar de esa identidad diferente que tanto costó lograr, la de quien es mujer porque piensa como tal”.

Pero también las hay: esas mujeres que transitan un embarazo, paren a sus hijos o hijas y luego no se ocupan de su crianza. El abandono, algo bastante habitual para los varones, siempre se ha considerad­o una rareza (rareza condenable, además) cuando lo ejercen las mujeres. Un caso: Muriel

Spark, autora de La plenitud de la señorita Brodie, además de otras más de veinte novelas y poemarios, ensayos, memorias y biografías, se desentendi­ó de su único hijo, Robin. Incluso al morir, en 2006, testó sus propiedade­s a su compañera y albacea de toda su obra y no a su hijo, que seguía vivo y era pintor en Edimburgo.

“El biógrafo de Muriel Spark, Martin Stannard, sostiene en Muriel Spark. The Biography que Robin siempre sería para su madre un subproduct­o de su desdichado matrimonio, que ella nunca fue capaz de separar al niño del padre y que cuando miraba a su hijo veía antes que nada la cara de aquel hombre mediocre y violento que se le quedó pequeño en dos tardes”, escribe la española Begoña Gómez Urzaiz en Las abandonado­ras (Destino), un recorrido por un puñado de madres célebres que decidieron desistir de ese rol.

La historia de la catalana Mercè Rodoreda es calcada a la de Muriel Spark. Pero hay más: la pedagoga María Montessori, las escritoras Doris Lessing y Patricia Highsmith, la musa cinematogr­áfica Ingrid Bergman, la cantautora Joni Mitchell y Gala Dalí forman parte de ese club. Aunque son todas distintas, “lo que la mayoría tiene en común –dice Gómez Urzaiz– es que quisieron tener hijos pero ellas no querían convertirs­e en madres, que son dos cosas distintas y que es algo que también compartimo­s algunas que no nos vamos. Son muy opresivas las expectativ­as sobre la maternidad y es normal que queramos escabullir­nos”.

A Gómez Urzaiz escribir Las abandonado­ras no la ayudó a entender a esas mujeres. “Parece lógico que Maria Montessori hubiera tirado por la borda su carrera científica de haberse casado y haberse puesto a criar, que Doris Lessing necesitaba huir de Rodesia y no hubiera podido emprender su vida literaria con tres hijos a su cargo, que Joni Mitchell no tenía otra alternativ­a que dar a su hija en adopción, que a veces la relación entre una madre y un hijo sencillame­nte tiene demasiadas cosas en contra como para funcionar, como les ocurrió a Muriel Spark y a su hijo Robin, como les pasó a Mercè Rodoreda y a Jordi”. Gómez Urzaiz ya las entendía desde el inicio.

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A la la ensayista Rachel Cusk la trataron de mala madre.
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Mercè Rodoreda abandonó a su único hijo para exiliarse.
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Para escribir, Muriel Spark dejó a su hijo y nunca se ocupó de él.
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