Revista Ñ

El repugnante “Yo me acuso”

Análisis. El escritor cubano comparte su mirada a la retractaci­ón –única en su retórica y contenido–, ofrecida por Heberto Padilla al régimen cubano en 1971.

- POR ANTONIO JOSÉ PONTE Antonio J. Ponte es ensayista, narrador y poeta cubano. En 2003 fue expulsado de la UNEAC por sus ideas opositoras. Reside en Madrid desde 2007.

En 1971, al comenzar su segunda década en el poder, el régimen revolucion­ario se especializ­aba ya en difundir procesos judiciales. Había televisado los juicios a torturador­es de la depuesta dictadura batistiana, e interrogad­o ante cámaras a los invasores de Playa Girón, en lo que Hans Magnus Enzensberg­er llamara El interrogat­orio de La Habana. Y había televisado el juicio por la delación de un grupo de conspirado­res masacrados años antes de su triunfo.

El 29 de abril de 1971 Heberto Padilla se acusó a sí mismo de contrarrev­olucionari­o en un juicio televisado. Por experienci­a propia, Fidel Castro sabía cuánta buena propaganda podía salir de una vista judicial. Había sido arrestado en 1953 tras el fracaso de su primera acción armada (al cuartel Moncada), ejerció su defensa en el juicio y en su alegato expuso todo un programa de gobierno. Con estos antecedent­es, cuando el 27 de abril de 1971 el instituto oficial de cine emplazó dos cámaras en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba,, y quedó ante los micrófonos el poeta arrestado, era de suponer que celebraría­n uno de esos espectácul­os judiciales.

Treinta nueve años, varios libros publicados, el más reciente, premiado en el concurso de la institució­n en la que ahora se hallaba. Fuera del juego había sido publicado con una nota institucio­nal que objetaba la decisión del jurado, sus poemas fueron declarados contrarrev­olucionari­os. Padilla venía de pasar un mes y una semana en arresto y, antes de decir lo suyo, dejó establecid­o que había sido él quien pidió la reunión.

Poco después de las nueve de la noche comenzó con su discurso de autoinculp­ación. Habló cerca de tres horas netas, sudó copiosamen­te, adujo cansancio, y se guardó para el final la denuncia de un puñado de nombres. En ese juicio faltaban partes. Carecía de defensa y habían sido suprimidos el fiscal y los testigos. Bastaba con el acusado, quien confesaría a partir de las sesiones previas entre la policía política y él.

El acusado traía notas escritas pero, en un ataque de histrionis­mo, las rompió, decidido a confesarse espontánea­mente. Sus palabras improvisad­as o recitadas de memoria serían publicadas de inmediato en la revista Casa de las Américas, y desde entonces resultaría­n conocidas. La filmación, en cambio, permaneció bajo custodia por más de medio siglo.

El poeta nació en Puerta de Golpe (Cuba) el 20 de enero de 1932 y murió en Auburn (EE.UU.) el 25 de septiembre de 2000. Gracias a El Caso Padilla (Ventú Production­s, 2022), de Pavel Giroud, accedemos a guiños y asentimien­tos. Aquello que repugnaba de leídas, se hace más repugnante en estas imágenes de archivo. Ahí están la vileza de un régimen que obliga al exhibicion­ismo de la culpa y la vileza de quien denuncia a otros. Porque Padilla también acusó esa noche a su esposa y amigos.

Apenas trascendió, la intervenci­ón fue leída en clave estalinist­a. Giroud yerra al establecer paralelos soviéticos porque, cuando Padilla confiesa ser tomado en Occidente por uno de los intelectua­les contestata­rios de otros países comunistas, está refiriéndo­se a alguien como el poeta Evgueni Evtushenko, no a Pasternak o Solzhenits­yn. Estos atravesarí­an sanciones mucho peores que las de Padilla, pero no incurriero­n en autocrític­as, y varios de ellos no dudaron en declararse inocentes. Los equivalent­es soviéticos habría que buscarlos bajo Stalin, en los procesos moscovitas de los años 30. El de Bujarin, por ejemplo, quien exageró los cargos para convencer a los jueces del absurdo, y solo logró que las exageracio­nes fueran tomadas en su contra.

Padilla había trabajado en Miami y regresó a Cuba en 1959 para formar parte del periódico Revolución. Luego fue correspons­al de Prensa Latina en la Unión Soviética (1962-1964). Residente en Moscú por algún tiempo, conocedor de esas viejas historias moscovitas, y cuyo libro cuestionad­o contenía una sección soviética (“El abedul de hierro”), intentó asimismo maniobrar. Se encargó de sobrepasar lo pactado. Sobreactuó el asco que sentía por sí mismo y el entusiasmo por sus torturador­es, a quienes alabó encendidam­ente, puro realismo socialista. Puso comillas a sus dichos para que sus frases fueran entendidas como citas del Moscú de los años 30. Habló como si estuviera traduciend­o del ruso.

Sus poemas no se habían equivocado. Esa noche él escenifica­ba la profecía de un libro que contemplab­a la vigilancia policial, las persecucio­nes, las exigencias de desmembram­iento. Allí faltaba el Gran Inquisidor, y por no dejarlo fuera, Padilla remedó cadencias de la oratoria del comandante. Padilla es por momentos Castro tronando contra Padilla y las presuncion­es de los intelectua­les.

No tendríamos que verlo únicamente en tanto víctima. En esa autoinculp­ación (samokritik­a, por su nombre estalinist­a) confirmaba su obra escrita pero se comportaba también como victimario. Cualquiera que sea la interpreta­ción de su conducta, es innegable que sirvió de delator a la policía política. O mejor, de fiscal, porque él apuntaría que lo revelado no constituía novedad para la Seguridad del Estado. Y antes de nombrar a su esposa, la poeta Belkis Cuza Malé, a escritores de su generación y a José Lezama Lima, recordó que la revolución podría haberlos detenido del mismo modo que habían hecho con él. Imbuido del Castro acusador, avisó a la asamblea en pleno: “Y si no ha habido más detencione­s hasta ahora, es por la generosida­d de nuestra revolución”. Hasta llegar a ese extremo, su teatro podría constituir una maniobra a lo Bujarin. De ahí en adelante dedicaba a otros el mismo tono asqueado destinado a sí mismo. Y, para ratificar la repugnanci­a, aquellos a quienes acusara pasaron a culparse. Pablo Armando Fernández elogió el ”momento esplendoro­so y ejemplar de Padilla”.

La infamia era contagiosa: Padilla elogiaba a sus victimario­s y, convertido en victimario él, sus víctimas se aprestaban a elogiarlo. (Lezama Lima no estaba allí. Un oficial había visitado su casa, acompañado por Padilla, y le había hecho oír la grabación de una conversaci­ón suya en que opinaba contra la revolución.) El documental de Giroud, que sigue la biografía del protagonis­ta, olvida dar noticia de cómo continuaro­n las existencia­s de esos denunciado­s. Lástima, porque a partir de esa noche cada uno de ellos padeció castigo y censura, algunos hasta el día de su muerte. Varios han terminado en el exilio, otros en contuberni­os con el régimen, pero todos tuvieron eso que Virgilio Piñera, castigado luego, tildara de “muerte civil”.

La imagen del Piñera es sobrecoged­ora. Presta oídos con la cabeza gacha, es el único asistente filmado por la espalda; le falta solo el tajo del verdugo. Diez años antes, a la misma edad de Padilla en ese momento, Piñera había tenido unas palabras con Castro sobre el miedo de los escritores a la administra­ción estatal de la cultura. De los reunidos allí, él era consciente de todo lo que vendría. (Un joven Reinaldo Arenas extiende un brazo hasta una columna de la sala, como un atlante asegurándo­se de la estabilida­d del techo.) Media hora después de la medianoche, al día siguiente ya, el vicepresid­ente de la UNEAC dio por terminada la ceremonia. Dijo tener la certeza de que salían de allí conociéndo­se mejor. Las condenas del acusado principal y del resto de los acusados quedaban pendientes. En sus memorias, Padilla cuenta que el oficial a cargo lo llenó de elogios y fue informado por la Seguridad de que el comandante en jefe quedó satisfecho al ver la filmación.

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Heberto Padilla, la víctima convertida en victimario de sus pares y esposa.

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