Parábola de un traductor
Ensayo. El escritor, traductor y curador brasileño Samuel Titan recuerda al gran traductor francés Bernard Hoepffner, su trabajo, su vida, y su misteriosa muerte en las costas de Gales.
Hace unos años, precisamente en mayo de 2017, me puse a leer –por casualidad, por costumbre, da igual– un número de Le Monde y fui a dar con la noticia de la muerte de un traductor francés, Bernard Hoepffner. El nombre no me decía nada, nunca había oído hablar de esa persona ni conocía sus traducciones. Pero seguí leyendo, quizá movido por el ligero deslizamiento de sentido, por el elemento de misterio que se percibía en el paso del título –que anunciaba la muerte mediante el eufemismo corriente, disparition– al subtítulo, según el cual Hoepffner había desaparecido literalmente, disparu, semanas antes, el 7 de mayo, en algún lugar de la costa desierta y accidentada del sudoeste de Gales. Ningún rastro del cuerpo: la policía sólo pudo encontrar una campera.
Hoepffner no había ido a parar allí al azar, había vivido en la región de joven: el viaje a Gales tal vez tuviera cierto sabor a reencuentro con sus años verdes. “Allí había un paseo que le encantaba”, declaró el hermano. “Un sendero de contrabandistas, escarpado, que conducía a una bahía. Un lugar rocoso y abrupto, azotado por los vientos.”
Con cada línea y cada detalle un aroma romántico se iba enlazando al personaje y se imponía sobre la misión informativa del artículo. Al sendero sinuoso entre las rocas y el mar revuelto se añadían algunos atisbos de una biografía singular: estudios de arquitectura en París, interrumpidos para escapar del servicio militar; refugio en Gran Bretaña, donde vivió de favor en un búnker y observatorio de submarinos en la costa galesa y se ganó la vida como restaurador de objetos arte; años más tarde, otra tirada de dados lo llevó a las islas Canarias, ahora como agricultor o algo así, pero negándose a arar su tierra en líneas rectas y prefiriendo los surcos circulares.
Después, el regreso a Francia y el comienzo de la vida como traductor de inglés, con una preferencia por lo arduo y lo extenso que denuncia el gusto persistente por la aventura: una Anatomía de la melancolía en tres volúmenes, una nueva versión (entre muchas manos) del Ulises, una larga lista de poetas y prosistas, capaz de colmar los ojos pero desde luego no los bolsillos. Y por último, el punto más alto, las obras culminantes. En este caso, nuevas versiones francesas de Huckleberry Finn y Tom Sawyer, esas dos epopeyas luminosas y descalzas como la infancia en las que el traductor, dice el artículo, se jette à corps perdu...
Un recorrido vivaz y brillante, interrumpido por la muerte accidental, que entra en escena por obra de un tropiezo, un cordón desatado, una ola que rompe o una piedra que, como el sentido, se desliza, pero literalmente, con indiferencia, y luego la caída torpe y trágica, los huesos fracturados, la sangre, las vísceras, los sesos que tiñen y ensucian el mar durante un breve instante, antes de perderse en el agua y la sal. O eso quiere el lugar común, eso quiere la gente que hoy se quita el sombrero maquinalmente, como soltaba Manuel Bandeira, para que la vida haga sonar su eco simplemente mañana.
Si, cuatro años después, recuerdo todavía el artículo de Le Monde, es porque en algún lugar de mi cabeza, tal vez sin darme cuenta, he estado intentando tejer otra versión del final de Bernard Hoepffner, traducirlo de otra forma, para que sea un fin ejemplar, para que pueda ser la muerte y la transfiguración ejemplares de un traductor, para que la ola que se lo llevó no lo haya desequilibrado, derrumbado, arrastrado sin gloria alguna, para que, elevándose en cambio a la manera de Hokusai, lo haya levantado y proyectado en una bella parábola rumbo a las aguas del mar de Irlanda, de modo que el ruido sordo de la ola fatídica, estrellándose contra los acantilados de Pembrokeshire, haya sido algo así como el ataque de los contrabajos que, en el decimoséptimo compás del preludio de Tristán e Isolda, confieren profundidad marítima a la explosión de la orquesta en un acorde que es fin y es comienzo, para que todo –la infancia, las novelas de aventuras, la rebelión, la huida, el odio a sí mismo, el don de lenguas y el amor al extranjero, las bahías y los búnkers de fantasía, la lidia de los diccionarios y el fin de mes apretado, los pequeños trucos del oficio de contrabandista y la brisa, el viento, las tempestades que agitan las páginas de los libros–, todo eso pueda haber llegado, por una vez, un día de mayo de 2017, a fundirse gloriosamente en la inmensidad del océano y la literatura.