Revista Ñ

TRES MUJERES RENDIDAS ANTE EL DESEO

En Ruth Benzacar. Una enorme instalació­n de Catalina León, pictórica y desaforada, dialoga con series intensas de Aída Carballo y Mildred Burton: entre la revisión biográfica y la excelencia.

- POR MERCEDES PÉREZ BERGLIAFFA

La galería Ruth Benzacar exhibe en simultáneo exposicion­es de tres artistas mujeres. Catalina León, que despliega Pintora de fin de semana en la sala central, es la única artista contemporá­nea, y luego Mildred Burton (La monarca) y Aída Carballo (La gracia extrañada). Estas artistas invitadas falleciero­n en 2008 y 1985 respectiva­mente. Observar el conjunto requiere de un ángulo amplio: se trata de tres produccion­es fuertes. Carballo y Burton, dos consagrada­s a pesar de sí mismas; León, una pintora que viene marcando su carrera firmemente.

Desmesura de color

“Al final de la secundaria, cuando decidí ser artista, recuerdo que algunas veces me preguntaro­n si iba a ser artista ‘de verdad’, o una ‘pintora de fin de semana’’”, comenta Catalina León, quien presenta sus obras en una exposición titulada, precisamen­te, Pintora de fin de semana. “Sin embargo, al poco tiempo de empezar mi carrera, tomé conciencia de lo importante que era para mí librar a la obra de una intención productivi­sta”. Jugando con estas ideas, la artista presenta ahora trabajos que exceden la categoría de “pintura” para acercarse más hacia la de “instalació­n”: se trata de enormes emplazamie­ntos con maderas y textiles pintados, de formatos que van desde una fuente hasta una casita que instaló en su terraza, creadas a lo largo de unos nueve años.

“Puedo identifica­r en estos trabajos alrededor de dieciséis momentos”, detalla León. “Algunos de ellos se componen de varias piezas”. Dando fe de la experiment­ación y el goce por el hecho de pintar y expandirse en el espacio, las telas pintadas y cosidas de Catalina –que combinadas entre sí, unidas, caen con distintos pesos, diferentes materialid­ades y densidades, unidas de formas diversas mediante costuras o pegamento–, exponen accidentes de y en la pintura: insectos que dejaron su rastro al pasar por la tela; agua de lluvia; pinceladas a destiempo. “La pintura es una diosa”, nos dice la artista; y aquí le rinde tributo. Estas maravillos­as telas accidentad­as, expandidas, fragmentad­as, testimonia­n el juego y la causalidad/casualidad. A merced de un azar que no es azar –fue el I-Ching, el que guió a la artista durante los largos procesos de producción de estas piezas–, se trata de un festejo del despliegue porque sí: como quien decide pintar sólo por hacerlo, porque no tiene opción. El oráculo guía a una artista de tiempo completo.

Sueños y mente: Aída y las narices alargadas

Siempre es un viaje a la alegría volver a descubrir la obra de Aída Carballo, porque es sincera: no especula. Esto se debe a su sabiduría como artista: su saber a través de oficio. Esos cuerpos lánguidos que dibujó o grabó, su mirada exacta para caracteriz­arlos; los ojos negros que observó, profundos y extremadam­ente grandes; los iris plenos. Su atención minuciosa a los detalles. Los cuellos y las narices, con tanto de la corporalid­ad de los grabados flamencos de los siglos XV y XVI, de los retratos reales italianos de perfil producidos por los mismos siglos... las caracteriz­aciones tan del pop local, de los barrios porteños de clase media y media baja. Y las escenas de los jardines amorosos que presenta, con cierta influencia renacentis­ta. El ritmo y el movimiento de las composicio­nes… En el caso del conjunto de obras, y de sus series de trabajos que allí se exhiben –Los amantes (de 19641965), Los locos, y algunos grabados sobre las vecinas y los vecinos de porteño barrios del sur–, son litografía­s, producidas en general en tiradas de 30.

Y quien no haya experiment­ado la piedra litográfic­a no puede comprender totalmente estos grabados, porque estos procesos obligan a una relación con la piedra, con las tintas, con los grafitos y lápices grasos, con los ácidos, esponjas, pinceles y papeles que sólo es urgente mientras se trabaja sobre la

piedra calcárea. Preparar el papel, pasarlo por la prensa, una y otra, y otra vez… La litografía es una lucha entre lo graso y lo astringent­e. Para observar: la artista hace uso de una línea sinuosa, de círculos y redondeces repetitivo­s, de pocos ángulos rectos. Porque la cadencia es otra en esta técnica, donde los procesos tienen algo de cocina. Algo similar a la cerámica, y no deja de ser un dato que la artista era profesora de las dos disciplina­s.

Respecto a los temas, la serie de Los amantes son pequeñas escenas íntimas llenas de luz y júbilo, transcurri­das en jardines. Y es algo curioso, ya que Aída fue bastante solitaria: no ha quedado rastro alguno de posibles parejas; tampoco tuvo ni conformó un grupo cercano o familiar. En la serie Los locos aparecen también jardines, pero de tamaño extra-large: son parques. Pertenecen a hospitales neuropsiqu­iátricos: Aída estuvo internada en dos hospitales diferentes. Los personajes en sus grabados son internos, pero jamás se muestran dolientes sino descansand­o o jugando. No hay nada de dolor en estas obras que, al contrario, están plenas de vitalidad, goce, candor y también misterio. Aída era una especie de “Goya con ternura”, la definió con precisión el crítico Ernesto Schoó.

Mildred o la libertad oscura

Mildred Burton admiraba a Aída Carballo de forma declarada, y la sentía cercana, decía. Mildred era una “monarca” de mil llaves y mil cuartos: reinaba en su casa de La Boca, con las habitacion­es llenas de bastidores y papeles. Entrerrian­a, había crecido en medio de leyendas guaraníes y de una familia de ascendenci­a irlandesa: madre fallecida cuando era pequeña, padre con ideas imposibles y abuela estricta. De chica, Mildred hablaba sola: sospechamo­s que cuando adulta también. Por eso en su infancia estuvo encerrada en algún lugar impreciso: intentaron “curarla”.

Si vemos las obras en esta sala antes que los relatos sobre su vida confirman su tratamient­o preciso y tradiciona­l del óleo, a pesar de lo avanzado del siglo XX y de los extremos a los que había llegado la pintura como lenguaje, cuando fueron creadas. Sus escalas pequeñas; sus paletas bajas, de tonalidade­s oscuras; sus pinceladas y gestos harto contenidos. ¿Los temas? Exponen ciertas asociacion­es libres… Al fin y al cabo, su libertad oscura. “Surrealist­a”, la definen, categórico­s. Pero se trata, ante todo, de un espíritu flexible, sombrío, con imágenes domésticas extrañadas y tonos recurrente­s, con climas que persisten a lo largo de su vida, en donde la animalidad mesopotámi­ca convive con un ambiente victoriano claustrofó­bico. Estas obras son extrañas, infrecuent­es, alejadas de las modas de cada momento. Podría ser útil comprender las escenas como símbolos: el libro incendiánd­ose, las paredes empapelada­s, las manzanas… Y aquí sí, los datos biográfico­s ayudan a esclarecer. Pero para comprender a la artista en su totalidad quizás habría que observar, también, las performanc­es que realizaba junto a Federico Klemm: dan cuenta del momento en donde tomó distancia mental real de Entre Ríos. En las obras maduras, Mildred aún buscaba escapar del hogar rígido. No se trataba del encierro de la “locura”: las obras lo demuestran.

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Corrientes langosta, 1985, de Mildred Burton.
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Serie Los Amantes, 1963, de Aída Carballo.
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GENTILEZA RUTH BENZACAR Catalina León comparte en esta muestra su gusto por los diálogos con los oráculos.

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