CLARIVIDENCIA PARA EVITAR LA CARICATURA
Lav Diaz. El director filipino retrata periodos de la historia de su país en When the Waves are Gone, filmada en 16 mm y en blanco y negro, que se estrena el viernes 21.
No es un imperativo, ni mucho menos un motivo de prestigio, el hecho de que algunos cineastas hayan sentido que la razón por la cual hacen cine se justifique en tanto que sus películas son un apéndice de la Historia o un suplemento en el que se refleja lo que no se percibe justamente por ser protagonistas involuntarios de aquella. El tema no redime ni justifica una obra; hay cineastas cuyas películas históricas apenas son un remedo de las noticias de un diario, una página de manual de historia para secundarios o la reproducción de un noticiero pretérito maquillado como novela ilustrada. No es el caso de Lav Diaz, el maestro filipino que ha dedicado prácticamente toda su obra a retratar periodos de la historia de su país.
En la extraordinaria When the Waves are Gone, filmada en 16 mm y en blanco y negro, el pasado reciente del país palpita en un relato que podría ser confundido con un guion ejemplar de un film noir estadounidense de mediados del siglo pasado adaptado al presente de un país isleño del que esa tradición dista de ser cercana.
Un policía sale de la cárcel después de diez años y va en busca de un discípulo que lo traicionó. Es lógico que todo concluya con un duelo, y también que muchos pasajes honren una tradición que hizo de los hoteles, los bares y los bajos fondos el escenario paradigmático de los relatos. En When the Waves are Gone hay un duelo, hay prostitutas, hay policías, y asimismo hay varios pasajes donde la noche permite hacer de la luz un protagonista indirecto con el que se transmite un clima social sombrío, como en aquellos films de género.
La diferencia es que el cineasta filipino no se abstiene de decir las cosas por su nombre y de situar lo que cuenta en los años recientes del cruel gobierno de Rodrigo Duterte (2016-2022) y su batalla contra las drogas. Sus dos personajes principales exceden los estereotipos del policial, más bien destilan toda la violencia institucional en sus conductas: obran como lo hacen porque son hijos dilectos de una nación y un sistema político. La maestría del cineasta se constata en su clarividencia para evitar la caricatura, en desconocerlos como monstruos y comprenderlos como sujetos de una época que glosan una historia de violencia.
–Ninguna de sus películas deja de lado la historia de Filipinas. La gran audacia de When the Waves Are Gone reside en que la película ahonda en una violencia sistémica sin atenuantes. ¿Por qué eligió ser tan directo?
–La película When the Waves Are Gone es una confrontación urgente y directa sobre lo que ha estado pasando en mi país durante el periodo reciente de su historia. Y al igual que el resto de mis películas, hacerla constituye una responsabilidad. Se trata de un destino del cine que excede su condición de entretenimiento: el cine puede ser el cronista de una época, e incluso un intérprete crítico de los problemas acuciantes. Cuando empezamos a rodar, a principios de 2020, las víctimas estimadas de la sangrienta guerra contra las drogas del entonces presidente Rodrigo Duterte ascendían a la asombrosa cifra 27.000 personas; quizás fueron más, según han informado los grupos de derechos humanos, dato que contrasta con los datos oficiales: la policía filipina solo reconocía algo más de 5500 muertos. Esto ocurría a principios del quinto año de su sexenio.
–En la película introduce a un personaje clave, secundario pero decisivo, el fotoperiodista Raffy Lerma. No es una invención suya, sino un hombre valiente y reconocido en su profesión. ¿Por qué decidió incluir a Lerma?
–El fotoperiodista Raffy Lerma fue un testigo clave de lo ocurrido. Al trabajar durante el turno de noche de su periódico, estaba en los lugares de los hechos cuando se produjeron las matanzas. Su cámara registró muchas de las atrocidades, incluida la más famosa, la que llamaron La Piedad, por su similitud con la obra de Miguel Ángel. Fue la foto de cabecera de la edición del 24 de julio de 2016 del Philippine Daily Inquirer, y también del New York Times, en su edición del 3 de agosto de 2016. Otras redacciones del mundo recogieron el testimonio fotográfico de Lerma, lo destacaron, convirtiéndolo en el símbolo de los horrores de la guerra contra las drogas de Duterte. Cuando decidí hacer la película erigiendo una mirada crítica a las ejecuciones extrajudiciales instigadas y perpetradas por su gobierno, sentí que Raffy Lerma debía participar de la película.
–¿Cómo concibió a los personajes centrales, el teniente Hermes Papauram y el sargento Primo Macabantay?
–La primera encarnación de los personajes la concebí hace cinco o seis años. Se trataba de dos seres humildes, lumpenproletarios, que robaban un banco para llegar a fin de mes. Uno acababa en la cárcel y el otro se convertía en una persona rica y poderosa. Pensé que algún día el que había caído preso saldría y que habría una confrontación, un juicio final, es decir, el duelo del epílogo de la película. La premisa era así de simple y propia de cualquier tipo de relato. Pero cuando por fin me dieron luz verde para hacer la película, tuve que abordar el problema más acuciante del momento: las ejecuciones extrajudiciales que me asediaban y torturaban en mi psique. Ajusté la narrativa, los personajes, la perspectiva de la película a esa angustia.
–Tres horas de duración en una película suya puede considerarse casi un corto; debe ser una de las películas menos extensas de su carrera. ¿Es así debido a que volvió al fílmico? La impresión que da es la contraria: es una película libre como pocas y de una precisión apabullante.
–La vuelta al celuloide no fue una restricción en absoluto. De hecho, mi corte original era de más de cinco horas, pero pensé que la versión más acotada, la de tres horas, era la mejor. La experiencia fue muy liberadora. La sensación de volver a las raíces, a la naturaleza del medio cinematográfico, resultó ser como un regreso a casa, como si fuera un anhelo olvidado que habilita una comprensión más profunda del cine que reside en ese pasado.
–Lo que sucede fotográficamente es una alucinación. Hay una secuencia en un muelle en la que Macabantay parece disolverse en el paisaje. No es la única vez. Supongo que usted buscó ese fenómeno de disolución. ¿Cómo lo hizo y por qué?
–Mi amor por el cine tiene sus raíces en la estética de 16 mm. Más que el aspecto brumoso o suave, amo el grano, la suciedad, los arañazos, en realidad puedo sentir que el alma del cine reside en esa materialidad. El efecto alucinatorio es un atributo inherente al medio, un aspecto y una sensación únicos, incluso místicos. Incluso en la posproducción, no quise alterarlo. No hay necesidad de gradaciones, de oscurecer un plano o de aclararlo; prescindir totalmente de las maniobras digitales fue hermoso. Por otro lado, cambiar el aspecto del registro traicionaría todo el proceso.