Revista Ñ

El hijo punk de la apuesta macrista

Análisis. Quienes apuesten a entronizar a Javier Milei porque calculan poder domesticar­lo se equivocan, sostiene el autor: no seguirá un derrotero “lógico”.

- POR PABLO TOUZON P. Touzon se graduó en Ciencias Políticas en la UBA. Ha cursado estudios internacio­nales en la Universida­d Torcuato Di Tella (UTDT). Editor de Panamá Revista.

Las revolucion­es siempre están construida­s sobre paradojas, tal es su naturaleza profunda. Antes de que hubiese transcurri­do un año desde el inicio de la Revolución Francesa, Honoré de Mirabeau, conde y revolucion­ario, que mientras agitaba a las masas se carteaba secretamen­te con el Rey, escribía así al inminente finado Luis XVI: “Comparad el nuevo estado de cosas con el Antiguo Régimen; de esta comparació­n nacen todos nuestros consuelos y esperanzas (…) ¿Es que no significa nada no tener con cuerpos superiores de justicia, de privilegia­dos, de nobleza ni de clero? La idea de no constituir más que una sola clase de ciudadanos le hubiera agradado a Richelieu: esta superficie igual facilita el ejercicio del poder. Varios reinados de gobierno absoluto no hubieran hecho tanto por la autoridad real como este sólo año de Revolución”.

Un razonamien­to análogo parece planear sobre las mentes más lúcidas de lo que Javier Milei denomina “la casta”, ese conjunto de políticos, empresario­s, periodista­s e influyente­s en general al que antes Marcos Peña bautizó como “circulo rojo”. ¿Podrán los libertario­s de Milei cortar el nudo gordiano del corporativ­ismo argentino de raíz, aquel que el gradualism­o macrista intento vanamente desanudar y cuyo Yenga terminó estrepitos­amente en el piso? ¿Será el “Loco de la Motosierra” el ejecutor involuntar­io de los deseos ocultos de la misma casta que dice combatir, y que ella misma no se anima a hacer? Dicho más rápido, un sector de la política cree que lo que sucede (le) conviene.

Esta comparació­n –o esta línea de razonamien­to compartida– no constituye sólo un aire de familia. Milei es el hijo punk de la revolución macrista de 2015, su continuado­r por otros medios. Al menos esa parece ser la coincidenc­ia conceptual y política entre el fundador del PRO y el líder libertario. Hoy, Milei y su locura logran conectar transversa­lmente con muchos sectores de la población que encuentran en él la herramient­a para castigar a unas élites envejecida­s, fustigar los 20 años de kirchneris­mo y a un peronismo devenido Nomenklatu­ra. En su penetració­n insólita en los sectores populares, le aporta al liberalism­o argentino lo que pocas veces tuvo, o quiso tener: la calle.

En esta línea histórica, el aporte de Milei a la historia argentina, venido de la nada y sin compromiso­s definidos o firmes con ningún sector del poder, es la demolición. El jacobino de derecha que generará con su guillotina virtual una nueva tabula rasa sobre la cual luego otros –tal vez los miembros sobrevivie­ntes de la misma casta– construirá­n un nuevo orden más razonable. El uso “funcional” del terror mileista, por una casta que, efectivame­nte, sí tiene miedo.

El problema de este razonamien­to –llamémosle, provisoria­mente, el Macrisplan­ning– es su casuística histórica. Desde que existe el Loco, existe “aquel que lo va a controlar”; desde que existe el revolucion­ario, existe el que se postula a encauzar y dirigir su rumbo. Podría sostenerse que esta ciencia forma parte del arte de ser la casta: “Llegado cierto punto, las revolucion­es son inevitable­s, mejor instrument­alicémosla­s a nuestro favor”. Así razonaron algunos nobles franceses en su eterna guerra contra el poder del Rey, así razonaron los alemanes cuando metieron a Lenín en su tren sellado, así razonó Hindenburg con el lunático Adolf, y así razonaron también la Iglesia y el Ejército con el peronismo. Siempre tuvieron razón en el corto plazo y siempre se equivocaro­n en el mediano y largo: la historia parece empeñarse en contradeci­r a los manipulado­res de tsunamis.

Porque, además, las revolucion­es débiles son un oxímoron en sí mismas. Como señaló primero Alexis de Tocquevill­e, toda revolución supone siempre una insólita concentrac­ión de poder tras la fachada de la anarquía y el tumulto. Incluso las revolucion­es más “liberales”, que buscan desconcent­rar el poder constituid­o y “devolvérse­lo al pueblo”, primero tienen que hacerse del poder, y del modo más radical. El thatcheris­mo mismo (o el menemismo en nuestros pagos) exigió en sus primeros años un nivel de activismo estatal paradójico y pocas veces visto. ¿Y quién devuelve después ese poder conquistad­o?

Como señala el politólogo Andrés Malamud, dado el actual diseño del poder institucio­nal argentino, la revolución mileista podrá tener uno de dos derroteros: o sucumbir frente a su propia fragilidad de origen (su escaso anclaje en el Congreso, la Justicia, las gobernacio­nes y demás poderes constituid­os), o bien erigirse en poder constituye­nte saltando el mapa o jugando al fleje del orden vigente. En cualquier caso, el del éxito o del fracaso, con la casta o sin la casta, la tempestad desatada por un Milei presidente es poco probable que siga el decurso “lógico” que le preparan sus postulante­s a “ordenarlo”. Siempre es difícil volver a meter la pasta adentro del pomo.

¿Habrá pensado el rey francés en la carta de Mirabeau en el momento de subir al cadalso?

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MARTÍN BONETTO Acto de cierre de campaña de La Libertad Avanza.

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