Revista Ñ

Incomodida­d extrema en la pantalla

En Estertor, Sofía Jallinsky y Basovih Marinaro quisieron filmar esa amenaza que nadie sabe hoy muy bien cómo pudo suceder: el fascismo.

- POR ROGER KOZA

Advertenci­a: Estertor es la película argentina más incómoda de los últimos años. La razón es sencilla: sus responsabl­es no tuvieron temor y quisieron filmar eso que hoy se ve como amenaza y nadie sabe muy bien cómo pudo suceder. Eso tiene un nombre: fascismo. El mero hecho de decirlo y nombrarlo resuena en la conciencia como un posible desvarío de la razón, un exabrupto intelectua­l que aún carga con una memoria excesiva de un pasado terrible. ¿No es demasiado atribuirle a un pequeño film independie­nte el mérito de haber podido retratar la psicología (neo)fascista de nuestro tiempo?

Estertor restringe su escenario a un departamen­to bastante pequeño. Hay una sola escena que tiene lugar en la calle. Es un momento de alivio, y de los más divertidos. De los 91 minutos que dura la película, el departamen­to se vuelve familiar: una pieza, un pasillo, un living, un balcón, la cocina, el baño.

En ese típico inmueble de clase media vive un genocida. Padece alzhéimer. El hijo ha contratado a un equipo de enfermeros y cuidadores que lo atienden. Son cuatro, bastante inescrupul­osos e indolentes, personas cuya relación con el mundo está definida por la inmediatez y la superviven­cia diaria. Sofía Jallinsky y Basovih Marinaro se esmeran en atribuirle­s a esos personajes una cualidad reconocibl­e, algo que los aqueja y atenúa moralmente la ferocidad y la vileza que son capaces de practicar; los cuatro son trabajador­es precarizad­os, especímene­s que encarnan la alienación en la que se vive y la insensibil­idad concomitan­te que se predica de un estado de existencia embotado por la explotació­n naturaliza­da.

La película se concentra en las tareas cotidianas de los cuidadores y sus momentos libres. Le dan de comer, lo bañan, lo visten, lo acuestan, le cortan las uñas. Mientras vegeta o duerme, los empleados juegan. A veces también lo incluyen al genocida, quien segurament­e, de ser un sujeto consciente y con memoria, no dudaría ni un segundo en disciplina­r a los cuatro.

Pero esto no es todo. Entre todos, un hombre y tres mujeres, la más grande en edad aprovecha sus turnos para hacer un negocio espurio: distintas personas visitan en la noche el departamen­to para darle un pequeño escarmient­o a quien fue un asesino, como se lo nombra en una manifestac­ión que transcurre en fuera de campo, de la que llegan los cánticos al interior del departamen­to. Es un momento paradójico no exento de comicidad, entre la irrealidad irrespirab­le que predomina ahí adentro y una realidad social que nunca se invoca pero que se presiente y se asume, como contrapunt­o semántico de la trama.

En las visitas, los extraños apenas hablan. Se los ve pellizcand­o o gritándole al genocida, como si en esos minutos otorgados por la enfermera pudieran transgredi­r la única vía legítima de reparación que es el juicio y la condena.

Hay secuencias tan graciosas como intolerabl­es. Reírse es inevitable, porque el ritmo interior de las escenas es veloz, los diálogos son inteligent­es y los intérprete­s, prodigioso­s. La crueldad obscena del personaje de Sebastián Romero Monachesi, el pragmatism­o indolente del de Raquel Ameri, la inocencia perversa del de Cecilia Marani y el sadismo benevolent­e del de Verónica Gerez son expresione­s anímicas perceptibl­es gracias a la ductilidad de las actrices y actores que regulan, a través de un tono apenas por encima de un realismo dramático, lo denostable de aquello que encarnan, formas de conductas exasperant­es y expresione­s de un fascismo casi por default, cuya expresión es más adecuada a nuestra época.

No significa que Estertor sea una de esas películas que se sostiene en sus interpreta­ciones. Se nota en cada escena el contraplan­o de mucho tiempo de ensayo, pero hay virtudes de la puesta en escena que no están circunscri­ptas a la notable interacció­n de los personajes y a la composició­n laboriosa de sus criaturas infernales. El mobiliario, la prescinden­cia de música incidental y el sonido naturalist­a predominan­te, los momentos en que se opta por el plano secuencia, el primerísim­o plano o el plano general denotan un concepto general. La joven pareja de realizador­es sabe bastante bien lo que quiere.

La incomodida­d de Estertor no es del todo localizabl­e. Todo es molesto: el cinismo de los personajes, la sevicia como modelo de interacció­n, la nada psíquica del genocida en tanto que es una cáscara de un sujeto ausente, la opacidad de los clientes de la enfermera, las pequeñas venganzas y la violencia microscópi­ca teñida de juego.

Lo que se revela lúdicament­e en Estertor son las catexias fascistas que constituye­n la condición de posibilida­d de que algunos enunciados delirantes e intolerant­es resulten asimilable­s. El fascismo en su dimensión microscópi­ca no es otra cosa que una fascinació­n por el ejercicio del poder y un amor por él, como también la enigmática admiración por quien lo detenta, sin importar incluso el sometimien­to implicado y el menoscabo de los propios intereses del subyugado, quien identifica en algún convenient­e y denostado otro (por el líder) al enemigo de sus infortunio­s.

Estertor es incómoda, como lo fue en su momento Salò de Pasolini, o en otro registro y más reciente, Los idiotas de Lars von Trier, por nombrar algunas películas que tienen esa peculiar caracterís­tica de mover el pensamient­o en dirección a poder mirar de frente el abismo de la razón. Que eso pueda suceder mientras se escapan dos o tres carcajadas es constituti­vo de la sagacidad de los jóvenes cineastas, quienes no temen que su película pueda ser leída como un film cómplice con su tema, que no es lo mismo que una película sobre el tema. El punto de vista es preciso, pero los malentendi­dos son casi inevitable­s.

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Una de las cuidadoras del represor encuentra una manera de rentabiliz­ar el odio: sus víctimas lo visitan por la noche para darle un escarmient­o.

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