Revista Ñ

Al lado de un río y entre árboles

La abundancia, colección de ensayos y crónicas de la original narradora estadounid­ense, es una óptima puerta de entrada a su obra.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Su voz hace el personaje de una niña sumamente inteligent­e, prendada por la naturaleza, que sería imposible encontrar si se jugara con ella a las escondidas. Aproximars­e desde la informació­n equivale a arrancar muy lejos: Annie Dillard (Pensilvani­a, EE.UU., 1945) es la autora de los ensayos Una temporada en Tinker Creek, Enseñarle a hablar a una piedra y Vivir, escribir. Pero un botón de muestra corta camino y dice más que suficiente para empezar a conocerla: “Era una música muy de iglesia, ese crujir de rodillas”.

En la antología La abundancia podemos oírla discurrir sobre escritores chinos en Disney, sobre un eclipse total en unas colinas del estado de Washington, la caza de un ciervo en la selva ecuatorian­a, o un intercambi­o de miradas con una comadreja en un estanque: “Te aseguro que durante sesenta segundos estuve dentro del cerebro de esa comadreja, y ella del mío. El cerebro es un lugar íntimo, que masculla en cintas magnéticas únicas y secretas; pero aquella comadreja y yo, durante un rato dulce y sorprenden­te, nos conectamos las dos a otra pista, del todo independie­nte”.

Animista entusiasta frente al menor arroyo, al reflejo insolado de unas hojas, al inusitado color de unos pétalos, Dillard es una prosista de excusas ínfimas y le basta un insecto durante un campamento en la cordillera de Virginia para darse permisos de poeta: “Una polilla hembra dorada, bien grande, de cinco centímetro­s de tamaño, se aventuró en la llama, sumergió el abdomen en la cera fundida, y en un segundo se enganchó, se inflamó, se extenuó y se frió. Sin dejar de agitarse, sus alas se prendieron como papel de seda... La cera fue ascendiend­o por el cuerpo de la polilla, desde su abdomen en remojo hacia su tórax... y se expandió en forma de llama, una llama de color azafrán que la envolvió de arriba abajo, como a un monje que se inmola”.

Ante lo que sucede, la escritura consigue que sucedan más cosas. Dillard propone una glosa atrevida de lo visible, en la que la descripció­n corteja la recreación. La sofisticac­ión de su léxico, de paso, le da una mano en sus tareas de vivisecció­n. Son pocas las oportunida­des que la vida le presenta a cualquiera para demostrars­e que está a la altura de aquello que vio (o leyó) y más quiso.

Un aire espiritual corre con candor y desparpajo en narracione­s que alternan historia y ensayo, como cuando Dillard se acerca a Teilhard de Chardin para arriesgar un retrato del paleontólo­go jesuita enviado al exilio por la Iglesia por enseñar a Darwin. Teilhard cava y profundiza en China mientras la recorre a lomo de mula: “Durante esos diez años de entornar los ojos y de reír se le llenó la cara de surcos”. Para que nadie termine por perderse Dillard va dejando migas de datos que le apetece compartir: “La mayoría de los granos de arena redondeado­s que hay en el mundo, estén donde estén, han pasado parte de su historia aventados por el desierto”. Detrás de no pocas páginas tangibles fuma lápices el que las apadrina, su adorado Henry David Thoreau y su “diario meteorológ­ico de la mente”.

Dillard es una excursioni­sta con una alta vocación para el ejercicio de ver y su verbalizac­ión, en especial ante materias arduas como la luz y las aguas en sus facetas más evasivas. O, peor para epigrafist­as, el hielo. En “Una expedición al Polo” anota: “Incluso en la privacidad de sus diarios, los explorador­es polares mantienen una discreta reserva”. Pero Dillard es más osada que ellos y no se reprime –la falsa compasión no es lo suyo– algún rasguño de malicia o comicidad: ”Una se pregunta, tras leer muchos de estos relatos de primera mano, si no elegirían también a los explorador­es polares, en cierto modo, por el esplendor vacuo y solemne de su prosa”. Ese es otro de sus textos que, como el mismo Polo, navega fuera de los continente­s de los géneros. Dillard compone un montaje funámbulo entre documento, crónica y fantasía. Y es oportuno que sea el texto que cierra el libro, para salir hacia el blanco.

Desde la pequeña cabaña de madera en la que a menudo prefirió escribir –a prudente distancia de los tres maridos con los que fue probando suerte– Dillard labró un esplendor más bien lírico, como si también creyera que se produjo una seculariza­ción de la literatura y hubiera creído imprescind­ible ponerse de la vereda de enfrente, invariable­mente a solas: “Me gusta la soledad, y el silencio, y lo que Plotino llamó ‘la huida del solitario a lo Solitario’”.

El sigilo de esa cabaña la habrá ayudado a traducir su propia belleza al fulgor de una página, a cultivar las propiedade­s acústicas de un lugar y a enfrentar la hora de la verdad: “Cada libro tiene una imposibili­dad intrínseca”. Una cabaña cómoda y convenient­e, entonces, pero no idealizada: “Hay que evitar los lugares de trabajo atractivos. Uno necesita una habitación sin vista, de manera que la imaginació­n se encuentre con la memoria en la oscuridad”. Otra vez: a Dillard le interesan los fenómenos de la naturaleza, no las minucias biográfica­s. Lo expresó a su modo en Vivir, escribir: “¿Cuántos libros leemos en los cuales el escritor no tuvo el coraje de cortar el cordón umbilical? ¿Cuántos regalos abrimos en los que el escritor olvidó quitar el precio? ¿Es pertinente, es cortés, enterarse lo que le costó al escritor personalme­nte?”. No obstante, en An American Childhood –La abundancia incluye extractos– ofrece preciosas escenas de su infancia y encendidos perfiles de padres y parientes. Vale la pena asomarse: “¿Quién diría que un día que pasó leyendo es un buen día? En cambio, una vida gastada leyendo – esa sí es una buena vida”.

Dillard ha tenido tiempo, también, para ser la pintora de retratos y paisajes nada despreciab­les, que en algo recuerdan a los menos obvios de Edvard Munch y a los de su colega el poeta Derek Walcott. Pero sería tan complicado querer explicarlo­s como reseñar su obra escrita. Tan difícil como detectar si un ciego está mintiendo.

 ?? ?? Dillard nació en Pensilvani­a, Estados Unidos, en abril de 1945 y obtuvo el Premio Pulitzr en 1975.
Dillard nació en Pensilvani­a, Estados Unidos, en abril de 1945 y obtuvo el Premio Pulitzr en 1975.
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Trad. Ignacio Villaro Gumpert
Malpaso
229 págs.
$11.950
La abundancia Annie Dillard Trad. Ignacio Villaro Gumpert Malpaso 229 págs. $11.950

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