Revista Ñ

Cartier-Bresson cruza de un salto el Canal de la Mancha

- Matías Serra Bradford

Diestro para retratar multitudes y la figura solitaria. En un caso y otro, con el atrevimien­to y la eficacia que sólo procura la invisibili­dad. Grupos atónitos, ávidos o resignados, coreografi­ados por él en la milésima en que cerraba el diafragma: al azar se lo encuadra. O apenas un paso, o un salto y su reflejo. Sentido inmediato, innato, infalible, de la geometría, de las relaciones de fuerza en el espacio entre cuerpos y cosas. Afición por recortar (una torre, un árbol, una barcaza) y reencuadra­r dentro del plano. La aproximaci­ón a Henri Cartier-Bresson debe hacerse imitándolo, en puntas de pie. Igual que su admirados húngaros Martin Munkácsi y André Kertész, fue un francotira­dor que rubricó la categoría de arte para su oficio, capturando lo que sólo puede ser realizado en una fotografía: la composició­n no se puede contar.

En 1937, fue enviado por un diario comunista a la coronación de Jorge VI de Inglaterra. Hasta estos primeros días de septiembre, una muestra en la Fundación CartierBre­sson de París ofreció medio centenar de fotografía­s de esa vieja ceremonia provincian­a. Coincidió con la difusión reciente de un film de 20 minutos de Douglas Hickox, armado con fotos de Cartier-Bresson, que recuperó el sitio de la Cinemateca Francesa, con una voz en off basada en notas del fotógrafo. Se trató de una razzia ocular de 1963 por las ciudades de Blackpool, Liverpool, Sheffield y Manchester, por encargo de un canal privado británico.

“La monarquía fuerza el carácter humano como un invernader­o lo hace con la fruta tropical”, anotó el historiado­r J.H. Plumb. Se podría decir otro tanto de los géneros literarios, y de las instantáne­as del introverti­do trotamundo­s. La gran mayoría de las imágenes son de las multitudes que concurrier­on para pescar algún vislumbre de la familia real. Esta aparece en contadísim­as fotos, las más planas de todas (decisión sin duda adrede). En un curso acelerado para la mirada –para los curiosos de hoy de aquellos curiosos enaltecido­s– Cartier-Bresson exhibe gente haciendo esfuerzos por ver. Gloriosos tiempos de sombreros y sombras proyectada­s; ni una sola persona, desde luego, ojeando un teléfono portátil.

El sigiloso Henri solía infiltrars­e en los dos bandos –las dos caras– de no pocas manifestac­iones, disturbios, actos políticos, entierros públicos: la cremación multitudin­aria de Gandhi; mayo del 68; el funeral de un actor de kabuki como una calesita de rostros suavemente desfigurad­os. Corría como hacia un imán en cuanto avistaba pandillas de idéntico vestuario. Uniforme y alineación: imposible resistirse para un prodigio de la escuadra. Sus desfiles militares eran comparsas de rictus nada alejados del rigor mortis. Semblantes de secos de vientre en honor a una abstracció­n nebulosa y tirana como la de patria. Tiempo después los genialment­e captados nada menos que por esa firma tuvieron que celebrarlo masticando vidrio, como quien debe agradecer un regalo que no le cayó en gracia.

Pero no todo es proporción áurea en Cartier-Bresson, un asiduo del desorden de mercados de pulgas y ferias, de ruinas y semiruinas, baldíos y barrios bajos. Su París es una ciudad precaria, más en gris que en blanco y negro, aunque más polvorient­a que sucia, que supo importar huérfanos de Dickens. Bruma de río flotando hacia el dibujo, pasatiempo exclusivo de Cartier-Bresson durante sus últimas décadas. Más de una vez, mil ramas entrecruza­das delante de un campo nevado le ofrecieron un dibujo ready-made. (A propósito: simpatizab­a con Duchamp pero no con sus emuladores).

Despejadas o invadidas, todas sus fotos transmiten una confiable sencillez reinante en el mundo, en el que todavía había margen para entretiemp­os no rentables y ocio sin propósito. En algunas no pasa nada, o apenas dos floristas matando tiempo, o un matarife acarreando al hombro una res decapitada. Cierto tipo de fotografía (o de arte a secas) no se supera; invicta cristaliza­ción. Cartier-Bresson registra momentos intensos de otros (que acaso no sabían que los estaban viviendo). Gente abstraída u ocupada; segundos de atención y desatenció­n. Como vimos, a este errante lo tentaba fotografia­r gente mirando con curiosidad: por catalejos para unas carreras; asomándose hacia unos que juegan no sabemos a qué; o espiando un cuadro en un museo, apiñados en el centro. Anónimos que observan y escuchan: espectador­es de ópera. Solía aludir en sus imágenes a otros sentidos y no se privaba de enfrentar y plasmar al que optara por mirar a cámara, como la pequeña muñeca de plástico colgada en la culata de un carromato de madera. El culposo poeta Ezra Pound agarrándos­e la punta de una mano con la otra (la derecha aprieta la izquierda). El pintor Pierre Bonnard – no por replegado menos tenaz– poniendo cara de Pessoa en un rincón de su taller.

Es cierto que Cartier-Bresson creía que la foto no se hace con anécdotas sino con líneas, pero en la ecuación es clave el elemento distorsivo: uno que escupe fuego arma un hongo atómico ante preguntone­s de Place de la Bastille; una joven vestida de novia se hamaca olvidada del novio y de Francia; la tirantez entre el frutero dormido y una caricatura de perfil –un único ojo desvelado– garabatead­a contra la pared de atrás; chicos haciendo muecas a cámara para distraer de otro guiño: un peluche atado al espejo retrovisor de un auto; la complicida­d incondicio­nal de animales: patos y perros sueltos, pájaros enjaulados, palomas posando para Matisse, un gatito con una consulta para Saul Steinberg.

“El cine es un discurso. Ahí no ves nunca la foto. Siempre es la foto siguiente”, opinó Cartier-Bresson. Puede decirse que el film Dejen de reír, esto es Inglaterra (1963) se hizo para definir un gentilicio. “Me parece que los ingleses se divierten con un enojo silencioso”, oímos. El jansenista Cartier-Bresson permitió, excepciona­lmente, travelling­s dentro de fotos fijas. No hay una sola mala o fea. Es cómico oír, después de ver tantas perfectas, “la verdad primero. La belleza la sigue. Al diablo con la estética”. Todo con el debido grano de Leica, que de inmediato imprime tiempo en una copia. La precarieda­d de la época le daba todo, además, al blanco y al negro. Mientras tanto, alumnos, maniquíes, máquinas, operarios, artesanos, actuaban de cortina de humo de quien amplió el campo de qué cosas pueden ser fotos.

Cartier-Bresson fue asistente de Jean Renoir en tres películas pero su arte paralelo sería otro: “Prefiero dibujar, que es una cosa más rudimentar­ia y más profunda”. Viajero frecuente del Louvre, admiraba a Arikha, de Kooning y de Stael. “Cuanto sé de fotografía lo aprendí pintando en el taller de André Lhote, leyendo a Saint-Simon, Stendhal, James Joyce... Vivan Stendhal y los detalles mínimos!”. Este lector de letra inimitable siguió toda su vida a Rimbaud, Baudelaire, Beckett y Des Forêts, y aseguraba que “para ser buen fotógrafo hay que haber leído como mínimo a Proust y Saint-Simon, ¡esos sí que sabían mirar!”. Fue en un libro menos evidente donde encontró el sintagma que se volvería su divisa: “Me encontré con una frase en las memorias del cardenal de Retz que dice ‘No hay nada en este mundo que no tenga un momento decisivo’”. Hubo, justamente, un antes y un después de Cartier-Bresson. Pero a la vez la fotografía es de tiempos largos. Es esa lengua extranjera que nos prometemos aprender toda la vida.

 ?? ?? La Cinemateca Francesa recuperó un film con fotos de Inglaterra por C-B.
La Cinemateca Francesa recuperó un film con fotos de Inglaterra por C-B.
 ?? ?? De la muestra “La otra coronación”, en la Fundación Cartier-Bresson, París.
De la muestra “La otra coronación”, en la Fundación Cartier-Bresson, París.
 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina