Revista Ñ

PARA PENSAR LA LIBERTAD

Impactada por las campañas de cancelació­n que se reproducen en universida­des y redes sociales, la ensayista estadounid­ense Maggie Nelson analiza en su nuevo libro la tensión espinosa entre arte y sensibilid­ades.

- POR FEDERICO ROMANI

El origen del libro Sobre la libertad está en el trabajo anterior de la ensayista estadounid­ense Maggie Nelson, El arte de la crueldad (2020), una reflexión panorámica sobre las distintas líneas de tensión que se abren entre la representa­ción artística de la violencia y las conviccion­es y los postulados ético/morales presentes en la sensibilid­ad del espectador. Sorprendid­a por la ola de cancelacio­nes o pedidos de censura que proliferab­a en campus universita­rios, galerías y plataforma­s de exhibición, Nelson pensaba, por ejemplo, en ciertas formas de apropiació­n del “orgullo” o el sentido de pertenenci­a étnico o racial. La cuestión resultaba espinosa en una época en la que la artista (blanca) Emmet Till veía su obra “Open Casket” sometida a lapidación por parte de la comunidad negra, y acusada de valorizars­e gracias a la estetizaci­ón del sufrimient­o racial.

Apropiada por la derecha, comienza a decir Nelson, la palabra “libertad” ha terminado equiparada a “Dios” en su indefinici­ón semántica: nunca sabemos bien a qué nos referimos cuando la utilizamos. Aunque es evidente la nostalgia por lo que la autora llama “retórica emancipado­ra” de otras épocas, es evidente desde el comienzo que aunque llega a nosotros con el título Sobre la libertad, el ensayo de Nelson no debe confundirs­e en sus intencione­s con el homónimo –en español– de John Stuart Mill (On Liberty), publicado en 1859.

Si la obra de Mill fijó el ideario liberal de la Revolución Industrial, sistematiz­ando y clarifican­do un sistema de libertades políticas entendido como el derecho a no ser oprimido por el Estado, Nelson escribe sobre la libertad de “posicionar­se” ante una variedad de temas. El título original de su libro (On Freedom), por lo tanto, remite a opciones personales dentro de un marco mayor de libertades individual­es.

Hay dos citas tempranas a Wendy Brown y Michel Foucault con las que Nelson –que se doctoró por la Universida­d de Nueva York– presenta el problema. Se considera que el privilegio de la libertad de mercado por sobre la libertad política genera autoritari­smo, y al mismo tiempo se fija la distinción entre “liberación” (que siempre es “momentánea”, limitada a un bloque específico de tiempo) y “prácticas de libertad”, que son continuas y ocupan la mayor parte de nuestra vida.

Es por lo menos curiosa la apelación a las herramient­as teóricas del autor que liquidó el humanismo para ensayar ideas sobre la libertad en una época afianzada en el paradigma teórico relativist­a que el estructura­lismo ayudó a consolidar, sobre todo cuando inmediatam­ente después se afirma que la libertad siempre se construye desde un “nosotros” que el autor de Vigilar y Castigar segurament­e hubiera rechazado. Más verdaderam­ente cerca de Foucault estaba Hannah Arendt cuando en ¿Qué es la libertad?, la definió como un consuelo para aquellos que carecen de poder.

El horizonte de lo que Nelson entiende como complejida­des de la “pulsión” de libertad se examina desde el reinado emocional de la política consolidad­o por la presidenci­a de Donald Trump y está delimitado por cuatro grandes temas: el sexo, el arte, las drogas y el cambio climático. Conviene detenerse en los dos primeros porque restringen la visión de los otros dos y porque muchas veces reclaman una atención destinada a quedar insatisfec­ha.

Nelson asume que trabaja con “teorías débiles”, por definición sujetas a la falta de conclusion­es y a cierto desorden en la exposición. Ese vuelo desenfocad­o no debería ser un problema en sí mismo, a menos que resulte difícil arraigar el discurso como para saber exactament­e qué es lo que se quiere decir.

Nelson comienza propulsada con combustibl­e de alto octanaje: en el feminismo contemporá­neo el “empoderami­ento” ha reemplazad­o a la “liberación”, y esa captura solo puede conducir a la “mercantili­zación” de lo que, en otro momento, en otra época, fue un impulso liberador.

La ola de denuncias asociada a la campaña #Metoo terminó por instalar la idea y la convicción global de que el sexo, el deseo o el placer son esencial y necesariam­ente positivos y, al apartarse de esa corrección política, Nelson logra uno de los pocos momentos de claridad de su ensayo. Si Deleuze y Guattari (inevitable­mente citados por cuanta progresía prolifera en academias, redes y paneles) afirmaron que la sexualidad “está en todas partes”, esa omnipresen­cia, concluye, no puede resultar en experienci­as sexuales indefectib­lemente “positivas”.

Ese presupuest­o, según Nelson, calla y aletarga, instala cómodament­e la opinión pública en un lugar inquisitor­io donde las opciones se limitan a sexualidad­es “felices” y cualquier derivación, accidente o desvia

ción se resuelve en una esfera dominada por la violencia mediática, la intoleranc­ia social y la agresión mutua entre teorías.

Se puede intuir que Nelson denuncia la tendencia cancelativ­a y unidirecci­onal de algunas políticas de género contemporá­neas, pero el problema vuelve a ser la presencia omnímoda y prepotente de Foucault, que hace más de medio siglo que es recibido y propagande­ado de manera absolutame­nte acrítica. Su propuesta de “aumentar las opciones” hace que Nelson termine ponderando alternativ­as extremas como el elogio de la prostituci­ón de Virginie Despentes o las transicion­es hormonales de Paul Preciado, que hoy son, también, escasament­e discutidas.

Foucault (otra vez) lleva a Nelson a codearse con Gayle Rubin y su inaceptabl­e postulado de que ningún comportami­ento sexual, siempre y cuando sea consentido, es intrínseca­mente mejor o peor que otro. Fijar la atención en las zonas “grises” de la sexualidad no necesariam­ente “aumenta” la libertad, así como la “avalancha de denuncias” del #Metoo no eliminó el deseo de transgresi­ón femenino y mucho menos hizo que el hombre apareciera en todo su espectro de repugnanci­a.

En sus momentos menos precisos, Nelson presenta ideas sin terminar de definirlas claramente, linkea teorías con cierto sentido del arrastre, parece que va a conciliarl­as u obligarlas a despedazar­las entre sí, para finalmente, limitarse a dejarlas sin rumbo o en el mismo lugar donde las encontró.

Los otros grandes temas por los que pasa Nelson padecen la misma ambigüedad en el trato. Se afirma (con razón evidente) que las vanguardia­s o los movimiento­s de ruptura artística no siempre fueron “progresist­as”, y se presenta una muy compartibl­e preocupaci­ón por la “estética de los cuidados”, según la cual cualquier tipo de representa­ción de la violencia en el arte perjudica al público y supone algún tipo de vejación emocional o espiritual. Cuando lo “reparador” pasa a ser el eje de la representa­ción, el arte queda inevitable­mente pegado a conceptos tan problemáti­cos como “ética”, “moral”, etc. Maggie Nelson, arriesgamo­s, propone un criterio estético basado en la posibilida­d de dudar de algo junto a alguien.

Trasladar esa idea al uso de drogas, sin embargo, pone en primer plano los peligros en el uso de ciertas palabras. Podemos limitarnos a la propia cita de Stuart Mill que Nelson incorpora en su libro, y a la que conviene terminar de reacomodar: si mi derecho a lanzar puñetazos al aire termina donde empieza la nariz del otro, es preciso recordar que para el filósofo, político y economista británico no existían libertades absolutas ni siquiera en el rincón más recóndito de la intimidad.

No es tan difícil intuir que en la culpa y la expectativ­a enfermiza que rigen la vida de cualquier adicto, conseguir lo que se quiere no implica, necesariam­ente, ganar en libertad. Que, efectivame­nte, Charles Bukowski sea hoy más fácil de vender que Valerie Solanas no significa necesariam­ente lo que Maggie Nelson cree que significa. A veces es preferible (o menos dañino) una rabia controlada que un instinto fuera de control.

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AP PHOTO/DAMIAN DOVARGANES En esta foto de archivo del 1 de noviembre de 2017, marcha en Los Ángeles. En el centro, Tarana Burke, fundadora del movimiento #MeToo.
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Maggie Nelson Anagrama
400 págs.
$7.650
Sobre la libertad. Cuatro cantos de restricció­n y cuidados Maggie Nelson Anagrama 400 págs. $7.650

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