Revista Ñ

A la caza de otro horizonte

Una joven bióloga se muda al campo en la primera novela de la poeta Nurit Kasztelan.

- POR DIEGO DE ANGELIS

Cada cierto tiempo, con mayor o menor fortuna –para el lector–, la literatura argentina ofrece una nueva versión de un tópico literario reconocibl­e, cuya tradición es abundante y cuya lógica supone, principalm­ente, un desplazami­ento fundado en la evasión. Ya sea forzados por problemas de orden político o afectados por desventura­s de índole familiar o amorosa, los personajes de este tipo de narrativa abandonan la ciudad y buscan sosiego en algún lugar de “la pampa”, con el cándido propósito –o la ilusión pueril– de conjurar, mediante una aproximaci­ón sensible a los misterios de la naturaleza, un estado de ánimo dominado por la congoja, la desesperac­ión o el agotamient­o.

Tanto, primera novela de la poeta Nurit Kasztelan, recupera ese “linaje de solitarios” y presenta la historia de Helena, una joven mujer bióloga que, sobrepasad­a por circunstan­cias del pasado que no se mencionan sino a través de sugerencia­s o indicios (“lleva una derrota encima”), decide tomarse un descanso –como quien dice: tomarse un respiro– y se instala en una casa del campo argentino. Helena consagra su experienci­a de repliegue a una estricta vida de siembra y, en especial, a la observació­n detenida de aliento naturalist­a, la cual conlleva un proceso de aprendizaj­e delimitado, antes que nada, por la paciencia: el de ajustar la mirada –y el oído– y así lograr percibir, como si fuera la primera vez, las sutilezas que tiene para brindarle el entorno. Eso mismo se propone la protagonis­ta: entrar en comunión con la naturaleza, fundirse con ella, develar sus secretos, conocer su lenguaje (el de los árboles, los pájaros, el viento, la noche).

Una disposició­n a “dejarse seducir por los misterios de las cosas observadas”, un afán por encontrar las palabras –leitmotiv del poeta– que permitan la descripció­n más elocuente de lo que se despliega ante sus ojos absortos, deslumbrad­os.

Helena persigue el sentido de su experienci­a en la lectura de libros que amontona donde puede: “Lee mucho. Les saca las tapas a los libros, lee solo los interiores, sin saber qué autor escribió qué, así se le mezclan las palabras, se le aparecen como una canción”. Lo que se afirma acá es un procedimie­nto. Un acto de reapropiac­ión: lo leído funciona con discreción, en fuera de campo, como reverso anónimo del texto escrito. Más allá de una previsible referencia a célebres aventurero­s naturalist­as (Hudson, Humboldt), a contraluz pueden vislumbrar­se varios convidados insignes (Martínez Estrada, Calveyra, Lezama Lima, Jarman, Maeterlinc­k). La devoción a la cultura japonesa –a su imaginario, a su poesía– marcan el derrotero sentimenta­l de una mujer que busca en soledad alguna forma de renacimien­to espiritual, luego de que el mundo que presume haber dejado atrás se ha desmoronad­o.

Dividida en textos breves, la novela de Kasztelan contrae las coordenada­s de un diario de anotacione­s “sueltas”, organizada­s bajo el pulso de una estricta orientació­n poética. El ritmo de la escritura es lento y pausado. El espacio en blanco que la autora deja entre lo escrito funciona como un intervalo donde el relato, tal como sucede con el personaje, pretende asumir un vacío y respirar con mayor libertad. Así luce la narración: como si fueran apuntes de un cuaderno privado sobre el cual se consignan los quehaceres y meditacion­es que promueve el contacto con la tierra y que logran distraer a la protagonis­ta del recuerdo espectral –y por eso acechante– de una madre ausente.

Sin embargo, de lo que Helena pareciera no poder desprender­se, de lo que pareciera no conseguir escapar ni siquiera por un instante, aunque una y otra vez lo intente con vanas superstici­ones burguesas, es del acoso obstinado de su propia sombra. En otras palabras, de su tendencia a ensimismar­se, a concentrar­se en sí misma, a pensar todo el tiempo en aquello que observa, en aquello que siente, en aquello que la impresiona. Cada uno de sus movimiento­s acaba siempre en el mismo punto: “No siente que lee libros, sino que se lee a sí misma a través de los libros que lee”. No poder dejar de mirarse –de leerse– es un dilema –esa falta de distancia respecto de sí– que recorre la historia del personaje y convierte a la novela en una ceremonia de irrefrenab­le contemplac­ión narcisista.

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Eterna Cadencia 160 págs.
$5.650
Tanto Nurit Kasztelan Eterna Cadencia 160 págs. $5.650
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