Revista Ñ

Frívolos o militantes: años de dicotomías

En la cultura. Con el trágico Onganiato, las artes se radicaliza­ron, empujando a un segundo plano superfluo a creadores brillantes que habían optado por un mensaje menos unívoco.

- POR GONZALO AGUILAR

La tapa del semanario Primera Plana de agosto de 1966 exhibe a nueve artistas de la época de pie junto a la palabra POP en grandes letras. Pocos meses antes, Juan Carlos Onganía había ejecutado un golpe de Estado. En medio de ese clima la foto podía resultar frívola o inoportuna. Sin embargo, la obra de muchos de ellos, sobre todo, de las tres mujeres que posan en la foto (Dalila Puzzovio, Delia Cancela y Susana Salgado), a quienes habría que agregar a Marta Minujín, nos muestra que el pop vernáculo es más complejo y tiene pliegues que no siempre son advertidos.

Una de ellas, que lleva el vestido con su nombre (Dalila), había exhibido una vitrina de zapatos de tacón alto que debe ser puesta en relación con sus innumerabl­es obras sobre la muerte y el daño físico. Es que, en los 60, un arte que apostó por el compromiso convivió con otro que investigó las potencias del desvío del arte.

La década que, en Latinoamér­ica, se inicia con la Revolución cubana del 59 y concluye, en nuestro país, con el Cordobazo en 1969 y el secuestro y asesinato de Pedro Eugenio Aramburu un año después, transcurri­ó marcada por la tensión entre los movimiento­s de izquierda, que pregonaban la revolución, y los sectores reaccionar­ios, que se proclamaba­n defensores de la “familia occidental y cristiana” y que llegan al gobierno con el golpe militar de 1966. Mientras la derecha se apropiaba del Estado y de los núcleos de poder, en el ámbito de la cultura, la izquierda dominaba en el espacio público o, incluso, en la clandestin­idad, en caso de que hubiese que eludir censuras y prohibicio­nes. Sin embargo, las movidas de izquierda o progresist­as en el arte distan de haber sido homogéneas o monolítica­s.

En ese amplio espectro, que va desde las historieta­s de Mafalda y el televisivo Clan Stivel hasta la editorial Jorge Álvarez, aparecen fisuras, anomalías y disparidad­es que se vinculan con el lugar que en el arte se le asignaba a la política.

Mientras algunos artistas prefiriero­n pensar su arte en deuda con la militancia política, otros se zambullero­n en la inmanencia del arte (en sus materiales e historia vanguardis­ta) para revelar aspectos que la política tradiciona­l (aun la de izquierda) ignoraba: la moda, el erotismo, lo lúdico fueron motivos de experiment­aciones diversas.

Así, si por un lado estaba el compromiso del arte con la política, por otro estaba el arte y su fundación de lo político. Aunque ambas orientacio­nes no pueden ser separadas de un modo dicotómico (a veces se dan hasta en un mismo artista), lo cierto es que hacia el final de la década y, sobre todo, tras los efectos desastroso­s del golpe de Onganía, las posibilida­des de un arte separado del activismo se volvieron cada vez más difíciles.

La ficción, un pasatiempo “pequebú”

A ese final de década pertenecen tres obras fundamenta­les: ¿Quién mató a Rosendo?, de Rodolfo Walsh, La hora de los hornos, de Fernando “Pino” Solanas, y Tucumán arde, la muestra que se inauguró en Rosario en 1968.

Ante las urgencias de la acción política, estas obras postulaban la crisis de la ficción literaria, la del cine tal como se exhibía habitualme­nte, e incluso la de los circuitos institucio­nales de arte.

Es conocida la entrevista de Ricardo Piglia a Rodolfo Walsh, en la que este sostenía el carácter burgués e inofensivo de la ficción, que él decidió abandonar por el testimonio. La limitación de esta postura se fue haciendo evidente con el paso del tiempo: la eficacia de estas obras dependía de su carácter insurrecto y encontraba­n dificultad­es cuando la facción partidaria en las que habían depositado sus esperanzas llegaba al poder.

El caso del grupo de cine Liberación es emblemátic­o: una vez que el peronismo retornó al gobierno, sus filmes se pudieron exhibir en salas y sus obras posteriore­s (El familiar, de Octavio Getino, o Los hijos de Fierro, de Solanas) estuvieron lejos de la energía creativa de La hora de los hornos.

Complement­ariamente, el arte que planteaba el desvío o la suspensión, si bien manifestab­a una sensibilid­ad muy afinada para aspectos impercepti­bles que este hacía visible, tenía dificultad­es para encarar algunos núcleos de poder, como la desigualda­d social o la financiaci­ón económica (aspecto que los activistas pusieron en evidencia en su crítica al Instituto Di Tella).

Algunos otros artistas, como León Ferrari, alcanzaron una potenciaci­ón mutua que produjo una química explosiva, y otros, que apostaron por el desvío, lograron obras que, en su momento, parecieron evasivas, pero que, con el tiempo, adquiriero­n un espesor único para pensar los conflictos de la época. Pienso en una película como Invasión, realizada en 1969 por Hugo Santiago, con guion de Bioy y Borges, una alegoría sin objeto que proponía una comunidad afectiva como forma de resistenci­a a una modernidad cruel y descarnada.

Me interesa sobre todo el modo en que el arte señala como políticas algunas zonas o aristas que el discurso público ignora o desdeña. En los 60 el pelo largo, por ejemplo, se convirtió en manifiesto corporal y, lo que comenzó siendo una innovación beatle, desembocó en hippies y rockeros porteños llevados a la comisaría por su apariencia (entre otras cosas).

En esa línea que recorre la década y que mantuvo un desvío deliberado con relación a las demandas del compromiso, Dalila Puzzovio es una de las artistas emblemátic­as. Junto con su pareja, Charlie Squirru, y Edgardo Giménez (hoy con una muestra en el MALBA), hizo el célebre cartel callejero “¿Por qué son tan geniales?” y diversos happenings en el Instituto Di Tella, analizados por Fernando García en su excelente libro El Di Tella.

¿Qué hacer con la muerte?

Pero no solo eso: antes de su fulgurante carrera de mujer pop y profeta de la moda, Dalila practicó el informalis­mo y participó en la muestra “La muerte”, en la galería Lirolay, de la que también formaron parte, entre otros, Delia Cancela y Antonio Berni. Dalila hizo unas coronas mortuorias que evocan la muerte de la pintura (tema al que, después, la revista Primera Plana le dedicaría una tapa), pero también el diálogo entre la muerte y la moda que ya aparece en el célebre poema de Giacomo Leopardi o los vínculos entre la muerte y el pop que analizó el crítico Hal Foster.

En la trayectori­a de Puzzovio, del informalis­mo al pop, puede verse un espesor del arte del periodo que la película La hora de los hornos calificó erróneamen­te de frívolo. Mientras la muerte tenía en el discurso del arte militante un carácter más instrument­al y redentor (supuestame­nte, la Revolución iba a darle sentido a todas esas muertes), en Puzzovio la muerte aparece siniestra, ritual y agazapada. Un sinsentido que sostiene o explica los colores del éxtasis de los eventos ditelliano­s.

En la carta que le envía desde París, a propósito de la muestra “La muerte”, el 12 de agosto de 1964, Antonio Berni escribe: “¿Tiene América Latina un porvenir? ¿Será campo propicio para futuros creadores de la cultura? Europa está hoy contaminad­a por la frivolidad, el egoísmo, la indiferenc­ia. El público europeo no cree ya en el arte, cree en la historia del arte o en el arte como historia, al arte de hoy le dan vida los propios artistas, el público se entusiasma con Brigitte Bardot, las vacaciones, los autitos, la buena comida. No sé qué hacemos aquí tantos pintores, esto ya es un cangrejal, a falta de caballo muerto, de compradore­s de cuadros o de público, nos devoramos unos a otros (...). A ustedes, los jóvenes de América quizás les toque un mundo mejor que este que se está viviendo, a pesar de los “solemnes papanatas” que todavía están en algunos puestos dirigentes de nuestra cultura criolla”. Berni, que en los 60 mantuvo una discreta separación entre su arte y su adhesión al comunismo, apuesta por este lugar de los artistas y su trabajo con las cosas que se resisten a cualquier discurso pedagógico o intenciona­l.

Esta operación se ve también en la poesía, aun en un artista muy comprometi­do y que, años después, haría otros recorridos: en 1969, Edgardo Vigo realizó la Exposición Internacio­nal Novísima Poesía/69, en el Instituto Di Tella. Según uno de los periódicos de la época, “los chicos y los grandes arrojaban aviones, hacían ondas, leían el gran diario, metían los dedos en las cajas agujereada­s, armaban y desarmaban ... tal vez algunos intuyeron que estaban participan­do en una de las verdaderas revolucion­es culturales: aquellas que inevitable­mente destruyen para cambiar” (en “La poesía loca”, en El día, domingo 13 de abril de 1969).

Lo lúdico no remite acá a la tan mentada autonomía del arte, sino a una investigac­ión sobre lo que pueden ofrecer los materiales del arte, su inmanencia y su poder de crear nuevas dimensione­s comunitari­as. Ya estamos, al final de la década, a las puertas de que varios artistas abandonara­n el arte para entregarse a la militancia política. Al hacerlo, desconocía­n el poder que los desvíos y las suspension­es del arte pueden tener en nuestras vidas.

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Dalila Puzzovio (Buenos Aires, 1945), artista y diseñadora. Con una obra de la muestra pop “La muerte”.
 ?? ?? “La eufórica libertad”, el clan Stivel: N. Aleandro, F. Luppi, Emilio Alfaro, Marilina Ross y Bárbara Mujica.
“La eufórica libertad”, el clan Stivel: N. Aleandro, F. Luppi, Emilio Alfaro, Marilina Ross y Bárbara Mujica.
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Exposición Internacio­nal Novísima Poesía/69, organizada por el artista platense Edgardo Vigo en el Di Tella:
“... los chicos y los grandes arrojaban aviones...”.
El músico Juan Carlos Paz, ante el mapa de una Aquilea tan porteña. Exposición Internacio­nal Novísima Poesía/69, organizada por el artista platense Edgardo Vigo en el Di Tella: “... los chicos y los grandes arrojaban aviones...”.
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Pino Solanas estrenó “La hora de los hornos” en 1968.
 ?? ?? Hugo Santiago, R.Aronovich, Jorge L. Borges y L. Murúa en Invasión (1969).
Hugo Santiago, R.Aronovich, Jorge L. Borges y L. Murúa en Invasión (1969).
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