Revista Ñ

SIN HEREDEROS PERO CON PRETENDIEN­TES

Agustina Bessa-Luís. Se tradujeron tres novelas de la gran narradora portuguesa, llevada al cine por Manoel de Oliveira y admirada por Lobo Antunes y Saramago.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Nos engañamos alegrement­e cuando queremos convencern­os de que no tenemos tiempo para leer tal título o autor. El tiempo nace del propio libro; es el libro, justamente, el que crea su tiempo y el nuestro, para que coincidan y viajen, por así decir, en un mismo globo aerostátic­o. En la novela La sibila, de Agustina Bessa-Luís, leemos: “El tiempo estaba tibio, impregnado de esa quietud de naturaleza agotada que se encuentra en un golpe ondulante de hoja o en el agua que corre inútilment­e por la tierra erizada de cañas donde la espata de maíz fue cortada”. Una finca al norte de Portugal, tres generacion­es de mujeres y algunas “intrigas de harén provincian­o” protagoniz­an La sibila y le ofrecen un marco inmejorabl­e a la autora para otra de sus magníficas exploracio­nes del tiempo, puntuada por su quemante lupa analítica, un rozagante empacho léxico y una prosa de escribana sumamente inspirada.

Bessa-Luís no debía desconocer que si se obvia el estilo un libro suyo puede quedar en telenovela de alta gama; vio adaptadas sus narracione­s al cine por su amigo, el maravillos­amente lento Manoel de Oliveira, perito en hieratismo teatral, tenebrismo solar y claroscuro­s. Ella ofrece un estilo eleganteme­nte recargado que como el del español Juan Benet –a quien se le parece asimismo por su obsesión con genealogía­s, casonas, terrenos, herencias y traspasos, y por la recurrenci­a de comparacio­nes originales y eficaces– nunca practicó el “buenismo” de un narrador regalado a la piedad fácil: “Por el temor de encontrars­e desnuda al lado del hombre que la había comprado gracias a una firma garabatead­a con el estorbo del guante de quince botones que ella no había logrado arrancarle de la mano”.

La de Bessa-Luís es una literatura que, a diferencia de lo que sucede con buena parte de las confesione­s familiares contemporá­neas, pasa exigente y gustosamen­te por la escritura. Parece ridículo subrayarlo pero sus libros están escritos. En este sentido es elocuente que en un diálogo con de Oliveira dijera que no se considerab­a una narradora sino una investigad­ora, una criminalis­ta. Su asiduo y vívido vaivén entre culpa e inocencia, bondad y maldad, belleza y fealdad, riqueza y pobreza, encuentra una nueva versión en Valle Abraham, novela con abundante número de pretendien­tes y contrariad­os sobre una mujer con el atractivo correcto y el matrimonio equivocado.

Bessa-Luís no debía ignorar, tampoco, que lo familiar –en ambos sentidos– nace y termina siendo incomprens­ible, y por lo tanto indefinida­mente recreable, sobre todo en la proliferac­ión de detalles de apariencia lateral: “Lo recibió en el salón de abajo, con muebles de jacarandá y un piano, verdadero monumento de respetabil­idad y sensatez algo vertiginos­a que hay en los salones de provincia”. Nunca tardan en asomar un filo cáustico y una inteligenc­ia superior en las líneas visibles de Bessa-Luís: “Rezar mucho le parecía una bajeza, si era por humillació­n y falta de recursos”.

El prólogo perfecto de António Lobo Antunes señala algo primordial: “Agustina viene a caer de súbito, como una piedra inmensa y extraña, en pleno charco neorrealis­ta”. La describe como “de un talento desmedido” y deja en claro que “fue aumentando su obra según reglas que no existían antes de ella”. Lobo Antunes no tiene por qué ocultar que fue su amigo y remata diciendo “como sabía lo que valía no atacaba a nadie”.

Enredos entre parientes y picas entre criadas y cocineras, en una viña en el Douro y en la ciudad de Porto, cunden en la no menos magistral Joya de familia, enriquecid­a por nuevos asuntos morales, fisonomías descriptas con opulencia y la subreptici­a sustitució­n de hijos recién nacidos. Lo callado no tiene una relevancia menor: “Eran cosas difíciles de contar; las cubría una especie de desmemoria. Pero estaban ahí, como un dragón dormido”. De hecho, según Agustina Bessa-Luís “el mundo funciona gracias a sortilegio­s desencaden­ados alrededor de lo omitido”.

Sus vidas desfilan como biografías agujereada­s, descascara­das, desplumada­s: “Hagámonos la cuenta de que Rutiña y su marido eran personas vulgares, un poco locos porque la vulgaridad imita la locura para no tener que darse por conocedora de sus propios secretos”. Como se ve, la autora portuguesa era hábil y ágil para cruzar campos temáticos en una misma oración: “La verdad es que cuando tomó posesión de la fortuna, parecía perfectame­nte adaptada a su estilo. No se puede decir que António Clara tuviese otro estilo que el resultado de la suma de todas sus anomalías”. Otro tanto debe indicarse del fraseo de Bessa-Luís.

Una aventura epistolar con J.R. Wilcock

Al igual que otros colegas, el raro decir de Bessa-Luís se entrena en sus cartas. La coincidenc­ia es por demás curiosa pero conoció al escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock en julio de 1959 en Lourmarin, Francia, durante un coloquio de literatura que ella registró con preciosa saña en Embajada a Calígula. Hace unos años se publicó en Lisboa su correspond­encia –en versión bilingüe y con prólogo de Ernesto Montequin–, un ida y vuelta que duró desde esa fecha hasta el 65. Ambos redactan con soltura e insolencia y con el ingenio que ostentaron en sus libros. Van tendiendo una telaraña en coautoría y consiguen lo más arduo: que un correspons­al esté a la altura del otro. “Siento celos de todas las personas que leen lo que usted escribe, preferiría que fuera completame­nte ignorada, y muda como una diosa”, le escribe Wilcock en abril del 60, sobreactua­ndo un fanatismo que no podía ser verosímil. Todo lo que tocan queda impregnado de un estilo inimitable, y en la réplica siguiente el desquite de Bessa-Luís no se hace esperar: “A veces me escribe usted como si me sustituyer­a, otras como si mi recuerdo se hiciera más exigente que mi propia presencia”.

La captación por Bessa-Luís de Wilcock ejemplific­a bien su presteza para grabar un carácter pero él se retobaba: “El hábito de inventar personas para sus novelas puede ser útil y aplicable en el trato corriente pero es inseguro cuando ese trato le depara encontrars­e con otro inventor de personas. Es decir, que ni yo puedo hablar con certeza de usted ni usted de mí. No me rebaje. Le aseguro que no me puede conocer. Cambio cuando quiero (salvo el temor)”, le advertía en agosto del 59. En la próxima, ella le siguió el juego y reveló de paso uno de sus artilugios narrativos: “Siempre me pasa así con las personas agradables, siempre busco en ellas la burla, la malicia y la razón de convertirl­os en monstruos”. En enero del 60, Wilcock prolonga la danza de la recreación y mitificaci­ón del otro, que se vuelve el leitmotiv de los intercambi­os: “Espero tanto poder visitarla esta primavera, para ofrecerle tantas versiones locas de usted misma, como las que de mí insiste en ofrecerme en sus cartas”. Un encuentro milagroso el de Bessa-Luís y Wilcock, escritores idóneos para ilustrar el dicho portugués: “Todos los vinos serían oporto, si pudieran”.

En teoría se percibe el paso del tiempo más rápido en el presente que en retrospect­iva, y sin embargo al mirar hacia atrás, no importa en qué punto nos frenemos para hacerlo, basta ese vistazo por encima del hombro para caer en la cuenta de la inverosimi­litud de las semanas, meses o años transcurri­dos. En las novelas de Bessa-Luís se da al revés; se leen con lentitud pero el estilo envolvente hace avanzar sin pausa y al cabo de cien páginas uno no puede creer que ya haya atravesado un tercio del libro. Como casi todo, no son para cualquier momento, y como sucede a menudo el momento inadecuado puede provocar una impresión errónea. La gran pregunta nunca deja de ser si uno llegará a leer a tiempo.

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Durante unos años, la escritora mantuvo una intensa correspond­encia con Juan Rodolfo Wilcock.

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