Revista Ñ

Novedades editoriale­s

Ficción. La novela El húngaro, de Mirko Barreiro, se publica ahora pero recibió en 2021 el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes. Integraron el jurado María Gainza, Aníbal Jarkowski y Gustavo Ferreyra.

- (Fragmento)

LA ESTRATEGIA DE LA RANA

Verónica Boix (Tusquets)

Una vida ordenada, limpia, custodiada; la rutina diaria lo abarca todo para Helena, la protagonis­ta de esta novela. Sus hijas, su mamá protectora; su marido, León, tan resolutivo, demandante y exigente, parecen ocupar por entero los espacios. Pero algo sucede en la vida de Helena cuando retoma su vínculo con el arte. Helena vuelve a pintar, un placer que dejó olvidado cuando se casó, y entiende que ya no puede detener lo que se despierta en ella. En su mirada y en su cuerpo. Se obsesiona con las formas, los colores, las texturas, las líneas. Sus pensamient­os deambulan entre las luces y sombras de los bocetos que proyecta como si rehiciera en ellos sus vivencias. Helena no puede dejar de mirarlos y mirarse. En su segunda novela, Boix construye una voz narrativa que ilumina pequeños detalles de la vida cotidiana.

ALGUIEN LO HIZO

Esteban Feune de Colombi (Editorial Libretto)

No importa si es performanc­e, evento, divertimen­to, happening, activismo, flashmob, acción, instalació­n, fiesta, conceptual­ismo, readymade, situacioni­smo, site-specific, arquitectu­ra, fotografía, cine, pintura, música, ópera, escultura, teatro, danza, cocina o poesía; no importa si se borra todo eso de un plumazo y queda una larga línea liminal bocetada en la nieve o en el fondo del mar. Feune de Colombi es un creador multidisci­plinar nacido en Buenos Aires. Sus proyectos toman forma de libros, películas, teatro, performanc­es, caminatas. Publicó Lugares que no, No recuerdo, Del infinito al bife, Creo en la historia de mis pasos y Limbos terrestres. Junto con Marc Caellas fundó Compañía La Soledad, dedicada a propuestas escénicas y performati­vas.

MÚSICA MATERNA

Graciela Batticuore (Alfaguara) “Cuando salimos del campo para volver al pueblo los vimos y él me decía camina, María, camina adelante mío y no mires nada más. Pero yo tenía paura. No quería caminar porque tenía que pasar arriba de los muertos”. Tejiendo suavemente una tela hecha de distintos hilos que a veces se anudan o enredan, la autora ofrece una novela en la que el protagonis­mo lo tiene la lengua, lo oral, lo dicho y lo recordado, aunque también lo olvidado. Una mujer italiana, nacida en un pequeño pueblo, se ve obligada a abandonarl­o todo para sobrevivir después de la Segunda Guerra.

Viaja con su hija adolescent­e a la Argentina, una tierra desconocid­a donde ambas se reinventar­án. Música materna continúa, después de Marea y La caracola, la exploració­n que hace Batticuore sobre el ámbito familiar, sobre abuelas y tías, padres y hermanos.

1.

Una corriente de aire caliente sin forma me despertó, pero no abrí los ojos. Di vuelta el cuerpo sobre el otro costado y enseguida me alcanzó el olor al descarte de pesca. Con eso, el resto de ensueño que quedaba se me quitó. Ya enterado del nuevo día, me restregué los párpados y me puse bocarriba a mirar el techito a dos aguas descalabra­do.

Mientras así me desperezab­a, sentí la necesidad de estirar y girar el torso. Haciendo palanca con los brazos sobre la cintura, primero para un lado, luego para el otro, troné las articulaci­ones de la columna. El oído derecho se me destapó, y pensé que si las olas retumbaban tan fuertes adentro, el mar estaría atrevido afuera. O, quizás, yo había olvidado cómo sonaban.

Me levanté. La camisa, el pantalón, mi cuerpo, todo llevaba la humedad del colchón. Bostecé mirando hacia la playa; todavía era temprano. Sin embargo, ya había pasado ese momento de la mañana en el que la arena, el agua y el cielo forman un tercer color.

Sentí hambre.

No supe el porqué, pero entre las pocas pertenenci­as que no me habían robado de la caseta estaba el batidor pequeño. Al parecer, nadie se interesó en llevárselo.

Quebré dos huevos, los metí en un copón y batí.

Luego, apoyé todo sobre el piso y corrí a un lado el pedazo de madera, la puerta improvisad­a.

Salí.

Mis ojos hinchados por el poco y mal descanso esquivaron el rayo. El sol en pleno entorpecía la vista aún más que en noche sin luna. Las torrecilla­s a lo largo de la Bahía empezaban a proyectar sombras flacas, pero valiosas al fin, para pieles secas, para cada pedazo de planta que le tocara en suerte esconderse detrás.

Volví a entrar para buscar el colchón. Lo saqué y lo apoyé entre las mimosas y los cactus para ver si se secaba.

Busqué el copón y me senté a tomar el jugo de huevo sobre la primera bolsa de arena de la escalera. Le había prometido al Cinco que, al salir del penal, le llevaría a su Gorda y a los mellizos las monedas que me había confiado. Y aunque lo común con el Cinco era temerle, no habiendo un hombre en toda la Bahía que le hiciera en menos una migaja, yo, en cambio, indignamen­te, había usado parte de esas monedas para comprar seis huevos.

Pero ya tendría tiempo de saldar el préstamo secreto: al Cinco le faltaba el doble de su apodo para salir del Alcira.

2.

Terminé de tomar el jugo y, como no me decidía en el quehacer, me quedé mirando el agua agitada de olas, rompiendo grandes cerca de la orilla.

Un grupo pasó hacia el sur, trotando. Movían los brazos, ejercitand­o los músculos. Eran turistas.

Desde el otro lado venían dos Telas: ya intentaban vender. Caminaban con pasos cortos: sus vestidos largos hasta los tobillos les entorpecía­n los pies. Busqué sus miradas, pero serían nuevos, porque así como pasaron, pasaron, y no nos saludamos. Pensé que, quizás, habrían sido ellos los que, de a poco, día tras día, vaciaron mi caseta, robándome casi todo.

A los vendedores más antiguos los conozco de la época de la Barraca. Todos habían ido alguna vez allí a fraccionar billetes o a cambiar moneda. También a pedir agua. Ninguno pudo, nunca, decir que fui falto de camaraderí­a. Se intentaba la ayuda y trataba de lograrse, porque, como se dice, no es lo mío matar sin confesión.

Sin embargo, lo que yo no tenía permitido, de ninguna manera, en la Barraca, era que ellos, los locales, pasaran a las piscinas a ofrecer. “La gente viene a buscar la cura, no a comprar paños o a tomar caldos”, repetía Sacco, cada vez. Y había que acatar lo que el dueño decía.

Pero los vendedores siempre quieren meterse por donde sea; es su trabajo, después de todo. Tener que sacarlos no era tarea fácil; varias veces me complicó las tardes. Y una vez estropeó mi cara, al tener que fingir más honor del que en verdad me habían ofendido. Una pelea cruzada de puños con un vendedor de ostras me hizo tan perdedor aquella vez, que me puse una semana entera en los vestuarios, a limpiar el servicio. Pesada lástima le habré causado al Ostra, que fue quien, tiempo después, me trajo a Dinda, preñada de dos crías que no llegaron a ser nombradas antes de morir.

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