Llevarles la contra a los hechos
Emmanuel Carrère. Se edita en español El estrecho de Bering, ensayo temprano que ahonda en la ucronía y su ánimo de cambiar la historia escrita.
Cuando era un escritor joven aún lejos del giro hacia la no ficción que lo consagraría, Emmanuel Carrère (París, 1957) concibió un ensayo dedicado precisamente al género que mira hacia atrás para preguntarse por la multiplicidad del destino. Publicado originalmente en 1986 y editado ahora en castellano, El estrecho de Bering se aboca a desplegar relatos, variaciones y autores que dieron forma a la ucronía, ese apartado de la literatura fantástica y de la ciencia ficción –el libro ganó en 1987 el Grand Prix de la Science-Fiction en Francia– menos popular que su hermana la utopía.
En efecto, el término nace como derivación de la visión idílica de la sociedad que pergeñó Tomás Moro, y fue acuñado por el filósofo francés Charles Renouvier para dar nombre a su libro Ucronía (1876): del ou-topos (aquello que no está en ningún lugar) se pasa al ou-cronos (aquello que no está en ningún tiempo). La vocación de estas narraciones es preguntarse “¿qué habría pasado si…?”, y a lo largo del texto Carrère se encarga de recalcar que el gesto tiene visos de perversión antes que de inocencia.
Hay algo de negador, de melancólico, de rebelde irredento en esto de llevarle la contra a los acontecimientos: en vez de la utopía que mira al futuro con aires reformistas, la ucronía se empecina en la paradoja de reescribir un pasado mejor. Es un juego triste definido por su impotencia, un arrojo suicida de loser enciclopédico. Dice Carrère: “Ser ucronista, incluso a nivel privado, es precisamente estar solo contra todos, no poder granjearse la aprobación de los demás, del sentido común, de la memoria compartida”.
La megalomanía es mayor si se tiene en cuenta que buena parte de las ucronías se propone modificar instancias álgidas de la humanidad: el surgimiento del cristianismo, la batalla de Waterloo, la Segunda Guerra Mundial. Conturbado por la caída napoleónica, Louis-Napoléon GeoffroyChateau desarrolla en Historia de la conquista del mundo y de la monarquía universal (1836, republicada como Napoleón apócrifo en 1841) la reparación imaginaria de la fracasada conquista.
Eximido de la derrota de Waterloo, Napoleón avanza con su ejército para erigirse en monarca del mundo, convertir las religiones al catolicismo y propagar el francés como idioma único. Geoffroy-Chateau la redactó como un acto de fe, permitiéndose creer en la veracidad de su paralelismo. En la mencionada Ucronía Renouvier procura un ajusticiamiento similar: convencido de que el cristianismo detuvo el devenir de la filosofía antigua, se dedica a tramar con exhaustividad científica el rechazo de Roma a la religión naciente y su desplazamiento a Oriente, donde evoluciona con otros efectos.
Más sintético y determinante, Roger Caillois borra al cristianismo de un soplo: en su Poncio Pilatos (1961) el funcionario romano salva a Cristo de la cruz en un rapto de libertad, y así ya nada volverá a ser lo mismo. ¿Es posible el libre albedrío en el túnel determinista de la historia?, es un interrogante frecuente de la ucronía que Carrère analiza. También desmenuza la causalidad, ya que cambiar un hecho no necesariamente altera la cadena.
El autor constata que la ucronía crece en peligrosidad cuando la escriben tiranías en vez de literatos: de allí el título del ensayo, que refiere al borramiento de Lavrenti Beria de la Gran Enciclopedia Soviética en 1953 por orden del estado ruso, que reemplazó la entrada de su apellido por otra acerca del estrecho de Bering. La desinformación que denuncian los polemistas liberales, dice Carrère (y aquí podría ingresar la mentada posverdad), parece un juego de niños frente a la creatividad negacionista de los totalitarismos.
Consciente de que toda historia es finalmente construcción, el escritor se entusiasma y extrema el escepticismo al citar la tesis del filósofo Bertrand Russell en The Analysis of Mind que especula con que nuestro planeta fue creado hace un instante. Una idea cara a Borges, que no por nada es mencionado varias veces por Carrère, que resalta relatos de coqueteo ucrónico como “La otra muerte” y “Tres versiones de Judas”.
Redactado años antes de la explosión del ego best-seller de su autor, El estrecho de Bering resulta atendible por la misma razón por la que son atractivos sus trabajos conocidos: porque detrás del intelectual de renombre se agazapa un nerd declarado, un obseso retórico, un maniático existencial.
Carrère hace de cualquier tópico una aventura psicológica, un drama moral, una pasión teórica, y en El estrecho de Bering se adivina ese ánimo despierto así como las marcas del corpus por venir: la elocuencia de la primera persona, la afición por Philip K. Dick (que plasmó una ucronía auspiciada por el I-Ching en la novela
El hombre en el castillo), la fascinación por Rusia y el comunismo, la tergiversación mitómana de individuos alienados, el interés por el cristianismo, el salto a la realidad de la no-ficción.
El estrecho de Bering es una ucronía en sí: de no haber sido firmada por Carrère no se habría reeditado, pero de no haberse escrito tal vez no habría existido Emmanuel Carrère.