Tiempo después del tiempo
Colón. Con Corsario, el Ballet Estable despedirá a dos figuras: Carla Vincelli y Edgardo Trabalón, que aquí analizan la vigencia del bailarín tras los 40.
Una idea muy extendida sobre la trayectoria de los bailarines clásicos fue siempre la de su brevedad: si un artista comenzaba su recorrido escénico a los, digamos, 18 años, seguramente se retiraría antes de cumplir 40. La percepción no era errónea, pero afortunadamente esta realidad ha cambiado y hoy la carrera profesional se prolonga durante mucho más tiempo.
Sin embargo, el retiro parece un paso difícil de atravesar; o quizás no, veremos. Pero en todo caso es la situación en la que se encuentran dos primeros bailarines del Teatro Colón, Carla Vincelli y Edgardo Trabalón, que harán tres últimas funciones en el escenario del Colón este mes de diciembre en “El corsario”, un ballet decimonónico de Marius Petipa.
Carla Vincelli está cerca de cumplir los 45 años, hizo dos décadas de carrera en el Colón, viajó extensamente por el interior y el exterior llevando –dice– la excelencia de su formación en el Instituto Superior de Arte del Teatro; tiene muchos planes por delante: dar clases, encarar una carrera de danza-terapia y continuar bailando un poco más con una gira ya programada y con una compañía independiente.
Edgardo Trabalón tiene 47 años (fácilmente podemos darle diez menos), nació en la ciudad de Santa Fe y su primera maestra de danza fue su propia madre. Se instaló en Buenos Aires cuando era aún adolescente, cursó los últimos años del Instituto del Colón, cuando estaba en sexto año ingresó como refuerzo al Ballet estable y luego continuó allí su camino. Ya desde hace tiempo se dedica a la docencia de danza y recientemente montó Giselle
con el Ballet del Sur, de Bahía Blanca.
–¿Les parece que las técnicas nuevas con las que se preparan los bailarines, y que hoy son mucho más orgánicas, ayudan a que la carrera se prolongue?
–Edgardo Trabalón: No necesariamente. Lo que nos permitió seguir bailando, al menos en mi caso, fue la preparación física, que antes era mucho más fuerte. Hacíamos normalmente tres o cuatro clases por día. Es cierto que ahora la danza es más “inteligente”; hay más conocimientos sobre el cuerpo y sobre la importancia de la alimentación; hay técnicas de kinesiología que nos permiten recuperarnos más rápidamente de las lesiones –los bailarines estamos casi siempre lesionados–; pero pienso que esa preparación primera me hizo seguir bailando mucho más tiempo.
–Carla Vincelli: Como dice Edgardo, salíamos del Teatro y seguíamos tomando clases. Es importante pensar que la danza no debe ser cerebral: trabajar con conciencia, sí, pero saber que nuestro fin es conmover al público; dejar que las emociones nos invadan como intérpretes y no importa si un día estás mal de ánimo o triste. Es decir, no funcionar como un autómata que hace la clase o sube al escenario sólo para ejecutar pasos. La llama interna que te guía y te hace perseverar es el verdadero goce del bailarín. Es cierto que no todos los maestros saben transmitirlo pero es importante pensarlo.
–Hablemos un poco de los maestros, que tanto inciden en la carrera del bailarín.
–E.T.: Tuvimos maestros que nos enseñaron con mucha pasión, no sólo la técnica, el respeto y la disciplina sino también la relación con la música. Seguramente continúa habiendo maestros así; pero veo como una distorsión el fenómeno de los concursos internacionales de ballet, un tema al que se refirió la italiana Alessandra Ferri. Los concursos se han transformado en una verdadera obsesión para los estudiantes jóvenes, sus familias y maestros; la finalidad última es intentar ganar un concurso internacional que les permita después entrar a una compañía de ballet y ser una primera figura. La finalidad debería ser otra: transformarse en un profesional de la danza; con esta idea ya sólo entrar al rango de cuerpo de baile es un sueño. Nosotros pasamos por todo: el Instituto, los concursos para entrar al cuerpo estable y el hecho de que cada coreógrafo te toma una especie de audición para ver si das bien o no en un determinado rol.
–C.V.: Yo no bailo con el título de “primera bailarina” en la cabeza. Para nada. Creo que junto con esto de los concursos que dice Edgardo, hay también una obsesión por la fama. ¿La fama para qué? El reconocimiento es muy bueno, por parte del público y de nuestros colegas. Pero recuerdo lo que decía mi maestro Tupin: “No hay papeles pequeños, solo hay bailarines mediocres”. Tuvimos también grandes maestros en el Instituto y nos enseñaron mucho; entre otras cosas, inspirarse en las generaciones anteriores a la nuestra. Yo aprendí mirando a Raquel Rossetti, Silvia Bazilis, Cristina Delmagro; y más adelante a Silvina Perillo,
Maricel De Mitri, Karina Olmedo.
–Hablaban de la importancia de las giras, pero es algo que ha disminuido mucho, ¿no es cierto?
–E.T.: El Ballet del Colón tiene, o debería tener, la obligación de recorrer las provincias todos los años. Sé que cuando vi bailar artistas del Teatro Colón en Santa Fe me deslumbraron y encendieron en mí una llama. Hemos hecho muchas giras pero desde hace tiempo que son muy infrecuentes.
–¿La palabra “retiro” les suena fea?
–E.T.: No, para mí es como una mutación; dejar al bailarín de escenario y ayudar como maestro, como ensayista. Desde hace dos años, además de dar clases en el Instituto, lo hago en el Ballet del Colón gracias a nuestro director Mario Galizzi.
–C.V.: Con él me siento también muy reconocida. Me fracturé una costilla en La fierecilla domada; y ahora que me preparo para este Corsario, que tiene tantos saltos y giros, el maestro Galizzi está acompañándome con mucho amor y mucha paciencia: “Respirá, no empieces de golpe, regulá”. Él forma parte de la historia del Teatro Colón y tiene muchísima experiencia como bailarín, coreógrafo y maestro. Una persona maravillosa.
Estaba en la secundaria y no podía creer que mis compañeros no estuvieran escuchando la banda que estaba escuchando”, resalta, del otro lado del Zoom, Facundo Arroyo. A partir de ese empuje adolescente, de aquel fervor por el contagio artístico/musical, llegó a la carrera de Comunicación Social en la Universidad Nacional de la Plata con el objetivo de ser periodista. Aunque empezó curtiendo el rock, se crió entre folclore debido a su familia. Hijo de una profesora de danza y un músico popular: el grupo de su padre, Caricias, lleva más de 25 años de trayectoria y reconocimiento en La Plata, su tierra natal.
El libro está dedicado a su mamá y a ese cuadro en el living de su casa. Le cuenta a
Ñ que se trataba de su madre abrazando a Mercedes Sosa. Con los años le iría encontrando un significado mientras en las revistas rockeras donde escribía le encomendaban textos sobre música popular. Así fue como un día le encargaron un artículo sobre Mercedes Sosa y su seguidilla de conciertos en el Teatro Ópera en 1982. Después de cinco años de exilio en Europa debido a la censura y la persecución en tiempos de la dictadura, la Negra regresaba con un éxito atronador. Un hecho que, en palabras del autor, significó el primer puente cultural hacia la restauración democrática. Ese era el germen de Un millón de manos que me aplauden (Gourmet Musical), libro que, cinco años después de aquella nota e impulsado por un llamado del editor Leandro Donozo, hoy ya se encuentra circulando en librerías.
–En el libro hay un hecho crucial que entrecruza a Mercedes con La Plata, su detención en 1978 en el Almacén San José que luego desencadena su exilio. ¿Cómo fue narrarlo?
–Una de las primeras devoluciones lindas de lecturas del libro fue de Sergio Pujol que me dijo: “Lo que hacés con La Plata no es chauvinismo sino algo necesario” porque tuvo mucha incidencia, sobre todo en ese capítulo donde cuento el hecho del Almacén San José pero también a la hora de hablar de Malvinas, a través de Martín Raninqueo, excombatiente, poeta y músico platense. El hecho estaba bastante reconstruido así que decidí focalizarme en historias alternativas para que le dieran un toque a mi historia y fueran el hilo conductor.
–Hablás también del repertorio de canciones, del rol de Mercedes como curadora.
–En relación al repertorio, en la carrera de Mercedes siempre estuvo eso, desde la fundación del Nuevo Cancionero en los sesenta hasta Cantora que es lo último que hizo. En el medio esta selección. Lo disruptivo de esto, con cierto aire de vanguardia, es que mezcla los géneros populares de la música argentina. Eso sí no lo había hecho nunca. Ella es capaz de meter rock, tango progresivo, tradicional, folclore de vanguardia, folclore tradición. Eso es lo inédito. Es la primera vez que toca con Charly García y León Gieco en vivo. De alguna manera esa mixtura es una obra de ella en tiempos en que cada uno hacía la suya en cuanto a géneros musicales en la Argentina. Hasta dentro del mismo rock, los hippies no iban a ver a Riff. Mercedes funda otra vez un manifiesto de la música argentina de forma implícita en este repertorio que fue armando medio a los ponchazos. Las reuniones entre Grinbank, Fabián Matus y los milicos eran para sobre charlar qué se podía hacer y qué no. De hecho, Mercedes termina haciendo dos o tres canciones que no habían negociado y de alguna manera también por eso se tiene que ir cuando termina el show trece.
–¿Qué fue lo más significativo de este hecho para vos?
–Es el primer puente cultural hacia la restauración de la democracia. Es la primera vez que los jóvenes y no tanto, sobre todo la gente que consumía música y cultura, sienten que pueden volver a hacer lo que hacían antes de que el Proceso tomara el poder. Por eso también el libro sale a fin de año, que no era un buen momento para que saliera, porque se cumplían los 40 años de la recuperación democrática y también el advenimiento de la derecha más extrema y negacionista al poder. Me parecía que si Mercedes en su momento generó eso y pudo establecer esa primera lucecita democrática, podía ser un gesto luminoso y lindo que se volviera a discutir la democracia sin que ella esté pero a través de un libro que reconstruye aquel hecho y que tiene total actualidad. Hoy día el periodismo musical espera que los músicos masivos se expresen en relación con la actualidad y eso no pasa tanto. Hay una falta que Mercedes ocuparía a la perfección. El otro día cuando salió la nota de los cien economistas diciendo que Milei iba a ser un desastre, pensaba: en vez de una nota con cien economistas lo que hace falta es Diego Maradona y Mercedes Sosa opinando sobre la actualidad del país. Eso tiene más impacto en términos simbólicos y sociales que cien economistas.
–Con respecto a esto, sugerís cierta liviandad del rock argentino en un pasaje.
–Sí, cuando sugiero eso cito Rock y dictadura, de Sergio Pujol, es su hipótesis y una referencia total en la ensayística de música argentina. El rock siempre estuvo medio en la suya en esos procesos en términos políticos y sociales. De hecho, la primera generación del rock argentino durante los setenta se burló de la guerrilla. Está esa escena conocida de Rock hasta que se ponga el sol (1973) donde van caminando los Pescado Rabioso, le pegan un tiro a David Lebón y ellos los ironizan. No es juzgable, es algo que pasaba. Eran adolescentes haciendo música disruptiva, juvenil y bastante alejados de la canción testimonial que la veían como música adulta. También era una música de clases medias intelectuales jóvenes. Es entendible pero también innegable esa falta de compromiso del rock argentino.