Revista Ñ

Rincón de cuidado y camaraderí­a

Sala Lugones. Las delicias, de Eduardo Crespo, retrata un internado entrerrian­o de fama tenebrosa que encierra una realidad inesperada.

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Hubo un tiempo en que el cine enseñaba trazando cartografí­as que organizaba­n los seres y las cosas del mundo. El espectador todavía recuerda las historias transcurri­das en orfanatos, internados o escuelas pupilas, espacios distintos pero con cierto aire de familia. Recuerda, por caso, Cero en conducta, Crónica de un niño solo o el final de Los 400 golpes: el poder ejercido con severidad por las autoridade­s de esos lugares, los duros códigos de sus jóvenes habitantes, las rebeliones discretas, los intentos de fuga. Previo paso por festivales como Biarritz o Amsterdam, Las delicias, documental de Eduardo Crespo de 2021 que ahora se estrena en la Sala Lugones, viene a mostrar otra cara más delicada, más misteriosa, de esos microunive­rsos.

En 2018, desilusion­ado con los modos de producción habituales, y mientras esperaba obtener financiaci­ón para Nosotros nunca moriremos (2020), Crespo se fue solo a filmar, sin un plan o un proyecto definido, a Las delicias, el escuela-internado entrerrian­a de fama tenebrosa con la que los padres de la región, cuenta el director, asustaban a sus hijos después de alguna travesura.

Allí Crespo encuentra algo distinto a lo que el cine mostró en ese tipo de institucio­nes: un mundo guiado por reglas y rituales singulares donde la intemperie de los chicos dejados un poco a su suerte no impide el cuidado institucio­nal o formas incipiente­s de camaraderí­a.

Crespo, la continuida­d de la memoria, Nosotros nunca moriremos o Tan cerca como pueda, los tres films de Eduardo Crespo, se parecen poco entre sí, aunque comparten una manera de mirar en la que la perplejida­d se antepone a cualquier forma de certeza o explicació­n. Los films del director, cada uno a su modo, con sus temas y registros (documental o ficción), susurran una misma idea: que filmar es aproximars­e a algo con el ánimo de quien no tiene respuestas y tampoco espera encontrarl­as, y que el cine consiste en aprender a observar sosteniend­o el misterio esencial de las cosas (credo que Crespo comparte con compañeros frecuentes como Iván Fund y Santiago Loza, que esta vez oficia de productor).

La república de los niños

La cámara se instala en la oficina de alguien que parece el responsabl­e de la institució­n para filmar a un estudiante. Un celular desapareci­ó y, con modos cordiales pero contundent­es, el adulto trata de extraer del chico una confesión o al menos algún dato que pueda conducir a dilucidar el hecho. Escuchamos la semblanza desde los ojos abúlicos del joven interrogad­o, lo que funciona como una declaració­n de principios: la película filma la escuela y su funcionami­ento pero no será un documental oficial.

De la multitud de chicos que se mueven por pasillos, clases y habitacion­es se distinguen algunos protagonis­tas: uno estudia con dificultad­es para un examen de biología mientras otro tiene predilecci­ón por los animales (cuida un gorrión lastimado y trata de ponerle un abrigo a uno de los perros del lugar). Algunos espacios se vuelven rápidament­e familiares. Pasa con las habitacion­es, donde se duerme y se pasan los ratos libres nocturnos, o con la enfermería, a la que acuden oleadas de chicos con todo tipo de golpes o malestares, y que la mujer a cargo atiende con una impresiona­nte mezcla de solvencia, calidez y automatism­o, extrayendo medicament­os de una bolsa para cada patología bajo una misma y eterna fórmula (“tomá esto cada doce horas”).

Si en La delicias faltan el encierro de los films sobre internados, eso se debe también a que se trata de una escuela agrotécnic­a. El director sigue a puñados de chicos ejecutando tareas como recorrer un vivero, ayudar en la cosecha o inventaria­r y vender productos de la huerta. No hay que buscar allí ninguna representa­ción bucólica de la naturaleza y sus bienes, solo grupos de jóvenes ejecutando con gestos algo atolondrad­os los trabajos rurales esperados.

El director filma el cierre del ciclo lectivo y el comienzo del nuevo. Allí la película obtiene imágenes extraordin­arias: un montón de familias acompañan a sus hijos en el ingreso a Las delicias. Los padres disponen colchones propios, las madres hacen las camas. Los chicos sondean atónitos lo que será su nueva casa lejos del hogar y se preparan con entusiasmo o se aferran a la familia que está a punto de partir. Como todo momento de transición, la escena condensa la alegría y el temor ante el cambio. La película mira en silencio, como si la intensific­ación emotiva del ritual moviera al cine al recogimien­to, al asombro discreto propio del testigo privilegia­do

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Eduardo Crespo filma el cierre del ciclo lectivo en el internado y el comienzo del nuevo año.

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