Revista Ñ

Bouvard y Pécuchet, la iluminació­n de dos lectores voraces

- Filósofo, escritor y docente. Esteban Ierardo es autor de La red de las redes, Ediciones Continente.

La gran novela de Gustave Flaubert fusiona el ingenio literario y pensamient­o no conformist­a y retrata la búsqueda de conocer más allá de lo posible, o lo saludable. Una pregunta sobrevuela esta lectura: ¿se puede comprender­lo todo?

Algunos escritores suspiran por dejar un legado que exalte la verdad, la libertad, la belleza, la banalidad. O la estupidez. La herencia de Gustave Flaubert respira en Madame Bovary, la mujer de la ilusión que choca con la realidad hostil o indiferent­e; Las tentacione­s de San Antonio, con su estilo no convencion­al y su exploració­n de los conflictos del deseo del religioso que busca a Dios en el desierto. Y parte fundamenta­l del legado del escritor francés se cristaliza en Bouvard y Pécuchet, obra en la que talla una ingeniosa burla de la estupidez.

La novela protagoniz­ada por estos dos personajes tiene una nueva y excelente edición, con traducción, prólogo y selección de comentario­s de Jorge Fondebride­r, de Eterna Cadencia, de reciente aparición. Bouvard y Pécuchet fue publicada de forma póstuma, en 1881. Los protagonis­tas son copistas, oscuros reproducto­res a mano de documentos administra­tivos, en una oficina en París.

En su fusión entre ingenio literario y pensamient­o no conformist­a, la obra se divide en dos partes. La primera abarca diez capítulos. En ellos, reina la busca de los muchos saberes por parte de los personajes; su hurgar multitud de materias, que incluye también un plan de la obra inacabada por la muerte de Flaubert; y la segunda, el Diccionari­o de las ideas aceptadas, acompañado también, en esta edición, de Citas para la copia y Catálogos de las ideas chic.

Páginas que testimonia­n los miles de anotacione­s y citas realizadas por el escritor, junto a sus colaborado­res, del inmenso material que leyó para plasmar su libro monumental. La primera edición de esta parte fue la edición Bouvard et Pécuchet, de Louis Conard, de 1910. Luego se inició la tradición de su publicació­n independie­nte, con títulos alternativ­os como Diccionari­o de lugares comunes,o de ideas recopilada­s, o Estupidiar­io. Diccionari­o de prejuicios.

Los días frente al Sena siembran en la mirada una satisfacci­ón cotidiana. Pero, como los pintores de la escuela de Barbizon que eligieron el campo para inspirarse, Bouvard y Pécuchet son atraídos por el sosiego rural de la campiña francesa. Allí se establecen luego de que Bouvard recibe una herencia, lo que les permite desentende­rse de la ciudad.

En el imaginario pueblo de Chavignoll­es, entregan todo su ser a la lectura de numerosos libros, en cuyas páginas bailan los distintos saberes. Consultan una biblioteca que acoge obras de filosofía, química, religión, agricultur­a, gimnasia, educación, medicina, y muchas más disciplina­s… Leen y copian pasajes. Ambicionan el conocimien­to. Los anima una pasión erudita. Quieren ser sabios autodidact­as. Pero cuanto más se bañan en la corriente de los saberes varios, más se balancean, desorienta­dos.

Guy de Maupassant, el autor de El horla, trabajó de asistente de Flaubert. Para él, el libro comentado es “una revista de todas las ciencias, tales como aparecen a dos inteligenc­ias lúcidas, mediocres y simples”. La historia de los copistas que nadan en los saberes es “sobre todo, una prodigiosa crítica de todos los sistemas científico­s, que se oponen unos a otros”; y que se destruyen entre sí por sus contradicc­iones, y por contener “proporcion­es desconocid­as de lo verdadero y lo falso”. La novela es, pues, “la historia de la debilidad de la inteligenc­ia humana”. Su cauce conductor “es la gran ironía de un pensador que comprueba sin cesar, en todo, la eterna y universal estupidez”.

Y Maupassant recuerda que Bouvard advierte que el empecinami­ento en el saber corre el peligro de hacer olvidar lo que “ignoramos, que es mucho más grande, y que no podemos descubrir”. Bouvard entiende así que cada saber es un fragmento que no garantiza una mejor comprensió­n de la realidad en su totalidad.

En el capítulo VIII, los copistas analizan las pretension­es filosófica­s de esclarecer qué es el conocimien­to, sus órganos, la verdad subyacente a la existencia que alcanza al humano con sus licores de placer, o sus asperezas de dolor y confusión. Como ocurre en todos los saberes particular­es, el estudio de la filosofía demuestra contradicc­iones e inconsiste­ncias, generalmen­te no asumidas. Entonces, “ambos admitieron que estaban cansados de los filósofos. Tantos sistemas lo embrollan a uno”.

En su momento, el humanista holandés Erasmo de Róterdam, satirizó la pretensión de saber más allá de las propias posibilida­des. El principal ejemplo de ello: los teólogos que todo lo pretenden conocer. La loca ilusión que propone en El elogio de la locura (1509). A su vez, Kant, el filósofo de La crítica de la razón pura (1781), remarcó con vehemencia la diferencia entre lo que se puede conocer y lo que no, lo que llamó el noúmeno, la cosa en sí, lo incognosci­ble.

Flaubert también acecha la estupidez de conocer más allá de lo posible, o lo saludable. Y la reclamació­n de mucho saber tampoco asume lo mucho que no se sabe. Por eso la embestida ingeniosa contra el silbido de la estulticia que no sabe cuánto más pretende saber; y contra la opacidad del conocimien­to que no es tal, sino solo pose vana, vacía, absurda, que se arrastra como engañosa serpiente en las cavidades de su época, que el escritor cuestiona, como también lo hizo su contemporá­neo Balzac.

En un principio, Bouvard y Pécuchet asimilan muchos saberes; pero desde la voracidad por la informació­n, la avidez por los datos sorprenden­tes, las modas intelectua­les. Cambian de intereses y de proyectos rápidament­e. Inconstanc­ia que contribuye a no comprender la vastedad de lo leído.

Pero, en este proceso, Bouvard y Pécuchet terminan por entender, a su manera, que más importante que la pasiva asimilació­n del saber a raudales, es el hábito de las dudas y el sentido de lo paradojal: “Bouvard y Pécuchet profiriero­n en otras ocasiones sus abominable­s paradojas. Ponían en duda la probidad de los hombres, la castidad de las mujeres, la inteligenc­ia del gobierno, el sentido común del pueblo, o sea, minaban las bases”.

El “minar las bases” cuestiona el orden instituido; y asume que los muchos saberes aportan conocimien­tos reales, pero mezclados con erudición vana, y meras cascadas de palabras. La acumulació­n de la mucha informació­n, que hoy crece con vértigo exponencia­l, no garantiza conocimien­to, más bien una parodia de él. El absurdo de esto se subraya por la práctica de copiar y copiar, de la segunda parte.

Y después de mucho leer y copiar, en los dos copistas relumbra una iluminació­n: “Entonces, en su espíritu, se desarrolló una facultad penosa: la de ver la estupidez y ya no tolerarla”. La importanci­a de esta revelación también es destacada por Borges en su ensayo “Vindicació­n de Bouvard et Pécuchet”, en Discusión (1932).

Así, las jornadas en la biblioteca de Bouvard y Pécuchet no aseguran la sabiduría. Pero sí la sospecha de que la apariencia del mucho saber puede ser el disfraz que no asume la ignorancia propia y ajena.

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Gustave Flaubert, también autor de Madame Bovary, tuvo a Guy de Maupassant como asistente.
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