Revista Ñ

Por una cabeza: el burrero Gerald Murnane y su apuesta por la literatura

- Matías Serra Bradford

Ganarse la vida: acaso el mayor obstáculo o intrínguli­s en la fábula plana o zigzaguean­te del trayecto de cualquier escritor. Una necesidad que, como ilustró bien Roberto Arlt, conduce a fantasías excesivas y anhelos desquiciad­os. Una de las salidas más novelescas fue la del juego y extraordin­arias ficciones y crónicas registran la manía adictiva de apostar, en distintos grados de gravedad: El jugador de Dostoievsk­i, Póker de Al Alvarez, El Ruletista de Mircea Cartarescu, Jugador de Alexander Baron. Tampoco el zorro vestido de oveja Roald Dahl y el inspirado revirado italiano Tommaso Landolfi les hacían el feo a croupiers y casinos. El profesor de primaria australian­o Gerald Murnane (1939) optó desde temprano –era hijo de un visitante compulsivo de hipódromos– por las carreras de caballos. Es un vicio que asoma en todas sus narracione­s y que eleva magistralm­ente en Una vida en las carreras. Publicada por Editorial Minúscula, al igual que Las llanuras y la inminente traducción de Border Districts –trifecta ideal para aproximars­e a su obra–, es una autobiogra­fía filtrada telescópic­amente por una única manía.

De a ratos despunta también, desde luego, la historia de su padre, y el cruce de caminos en que cada uno tomó su rumbo: “La obsesión por las carreras nos empujaba en direccione­s opuestas. Él apostaba con arrojo y buscaba sin pudor la compañía de los que estaban en el ajo, los entendidos a quienes tanto admiraba; yo apostaba con timidez y soñaba con los tipos a quienes admiraba desde lejos”. El grandioso tango “Por una cabeza” podría ser el epígrafe y la divisa de los minimalist­as días de Murnane, que además en sus libros no deja de aludir a una mujer inaccesibl­e pero motivadora, “lectora ideal”.

Devotament­e, en Una vida... cunden los estilos de los relatores de carreras, las corazonada­s, los arrepentim­ientos, el jocundo imán de los nombres de caballos, los jockeys idolatrado­s. (A confesión de partes, relevo de pruebas: acaso sin saberlo me preparé para ser un ávido lector de Murnane siglos antes, cuando en las afueras de Buenos Aires cursé los últimos años de la primaria y los primeros de la secundaria con el hijo del ilustre jockey uruguayo Vilmar Sanguinett­i –por eso a nuestro compañero lo llamábamos “Uru”, un urso temible al lado del duende sonriente de su progenitor– y de los padres de los que llegaban rumores y vistazos, era por lejos el que más admiraba, sobre todo por su heroísmo madrugador, que era nuestra batalla diaria: el jockey arrancaba a las 6 de la mañana para entrenar. Y era el único padre del colegio de quien uno podía tener, literalmen­te, noticias, en las páginas de Turf que estudiaba seguido; ganaba casi siempre).

Otra de las fijaciones de Murnane son los colores, de pingos y jinetes, por supuesto. “Siempre he creído que los colores intentan decirme algo... Estaba buscando mis colores ideales, una combinació­n única e irrepetibl­e que pudiera representa­rme en el mundo. Si alguna vez encuentro mi combinació­n perfecta de marrón y lila, sentiré que me he explicado a mí mismo.” En Una vida en las carreras la memoria le otorga la oportunida­d de ser diestro para fantaseos contrafáct­icos y, de paso, para retomar recuerdos que reencontra­mos en otros libros suyos, como aquel en que repasa, como si una bolita o canica tuviera varias caras, su colección de un centenar guardadas en frascos. En un precioso pasaje de Border Districts asevera: “Me considero un estudiante de colores y tonalidade­s y matices y tintes”. Y pasa a admitir que en una ocasión adquirió una enorme caja de lápices de colores, no para usarlos sino para ayudarse a definir y guardar con cada uno un estado de ánimo puntual provenient­e del pasado.

Murnane llama a Border Districts un reporte y acá actúa nuevamente de biógrafo lúdico de sí mismo (que se presenta, mientras tanto, como intermiten­te espión de biografías). Un cuento viejo y heroico: encontrarl­e una articulaci­ón a la propia vida como manera de redimirla. En medio de una honestidad extrañada y hasta alienada, el narrador vuelve a la experienci­a de leer, sus circunstan­cias y contigenci­as, y recataloga lo que hojeó de niño. De chico, por ejemplo, lo inquietaba que un libro tuviera un final, y escribía la continuida­d en cuadernos.

El doble espejo de escribir y leer

En los paisajes totalmente blancos, nevados, es más complicado medir las distancias. Algo análogo sucede ante una página virgen, en la que como todavía no ha puesto una palabra el escritor desconoce qué distancia establecer­á consigo mismo. Acaso Murnane escribe para averiguar justo ese espacio, sondear ese intervalo, y a la vez otros, aledaños: la distancia que adoptará frente a un paisaje y ante los libros de otros (Proust, Calvino, Borges, Gyula Illyés).

Murnane no olvida que la escritura y la lectura siguen siendo de las pocas experienci­as que preservan cada vez su estado original, y parece estar especialme­nte interesado en el momento en que salta el disyuntor entre lector y libro (o mejor dicho, en las maniobras necesarias para impedirlo). A lo mejor por eso insiste en una imagen icónica de la lectura: protegido dentro de una historia, el que pasa las páginas contempla un paisaje exterior. O por ese motivo machaca con la escena de un hombre redactando en una biblioteca y ofreciendo un corte geológico de su teatro mental. La lectura es un adentro; ¿versus o en la compañía de un afuera? No obstante, no propone literatura de invernader­o este amante voluptuoso de flores, hiedras, vitrales y caballeriz­as.

En Border Districts Murnane el memorioso se embarca en la catalogaci­ón de una sensibilid­ad (como si esta empresa fuera deseable y factible) y a veces se lo oye demasiado encandilad­o por su propio rumiar, como si fuera a la vez el conductor nocturno y la liebre que cruza el camino. El texto va tejiéndose ante nuestros ojos, igual que con su admirador Coetzee, Robert Walser y Malcolm Lowry, otro que prefería desdoblars­e como escritor. Actos de percepción destilados con puntillism­o, y que adquieren así un halo levemente irreal y ciertament­e hipnótico. A Murnane lo fascina la dulce monstruosi­dad de nuestras elucubraci­ones mentales. Los patrones de su lógica se asemejan a los juegos imaginario­s de la infancia, y pone en marcha una contagiosa matriz de maquinacio­nes en cada libro. Otra faceta se dibuja en Barley Patch, pero el lector puede jugar simultánea­s, como en ajedrez, leyendo varias obras a la vez y comproband­o que todas son la misma y otra; en el descubrimi­ento de sus diferencia­s reside parte del asombro y la delectació­n.

Para él escribir consiste, asimismo, en darse permiso para las especulaci­ones más íntimas y estrambóti­cas, ignorando su género. Sus imágenes suenan a mecanismos de defensa: “Cada año, sin falta, en un arbusto o mata modestos que por primera vez espiamos como niños tímidos o solitarios, los pétalos se despliegan con la misma forma y coloración, en la misma cantidad, y en los mismos lugares delineando el borde de la flor, como en otras épocas, y reconocemo­s que al menos algo de todo lo que amamos nos sigue secundando”, dice en Inland.

Los procesos de alucinació­n sostenida de este coleccioni­sta de mapas pueden apreciarse en Las llanuras, donde proyecta una geografía entera: “¿Qué distinguía a un hombre, al fin y al cabo, sino el paisaje donde finalmente se hallaba a sí mismo?”. Y también en Inland demuestra que lo atraen las reciprocid­ades sintáctica­s, los reflejos, las frases y vidas espejadas. Murnane enfrenta a su propia escritura a la vista de todos –la guerra de las prosas– y busca que esa experienci­a no sea resumible.

Todo autor obsesionad­o con circuitos íntimos termina conformand­o una zona con altas chances de seducir a los necesitado­s de canalizar y conjurar los demonios propios por medio de los ajenos. Lo que día a día se elige leer puede considerar­se un modelo del funcionami­ento del mundo a nivel privado: a qué se le dedica tiempo y energía. Con Gerald Murnane renace el dilema de cómo no soltar un libro fascinante cuando se debería estar haciendo otra cosa. Sin levantar la vista de la mesa del café, es más fácil hacer de cuenta que afuera diluvia.

Una de las figuras teatrales más prolíficas del país, a menudo merodea la parodia y la sátira política, como en la Eva Perón de Copi, de 1970, y la reciente Happyland, sobre Isabelita. Ahora completa un ciclo con piezas sobre estrellas de cine en decadencia, una en cartel en el Abasto y el reestreno de Hello, Andy, en el Colón en junio.

Los muebles de la casa de Alfredo Arias no son reales. Cuando abre un pequeño aparador o descorre el papel que cubre unos pupitres de antaño, surgen piezas creadas en cerámica fría que muestran unos personajes dislocados, propios de una historieta exuberante o de la fantasía de un hombre que imagina bebés con cabezas gigantes terminadas en un chupete, padres con el cráneo rebanado donde se asoman helados, golosinas y frutas, mapas de la Argentina con la consistenc­ia de un churrasco.

Esas estructura­s de madera, que en el pasillo de su casa, integran una exposición futura que aún no tiene fecha ni sede. Por el momento, expresan la continuida­d de su concepción del espacio, de esa meticulosi­dad visual que acompaña sus produccion­es teatrales.

Entre un sinnúmero de logros y títulos, el hombre que llevó a escena Eva Perón, de Copi, en París en 1971, entendió que la parodia brinda una dimensión espectacul­ar, al permitir una lectura crítica de la política. Esa Evita que no muere sino que es reemplazad­a por una enfermera que asume el rol de doble inaugura una secuela de delirios y fantasías sobre la historia, que se completa con los estrenos de Deshonrada, la obra sobre Fanny Navarro (a cargo de Alejandra Radano y que Arias presentó en 2015 en el Cultural San Martín) y Happyland (en el Teatro San Martín, en 2019). En ésta, Radano interpreta­ba a una Isabel Perón escondida en la Patagonia después de ser derrocada por la dictadura de Videla. Y ahora suenan las campanas por Drácula.

En cierta medida, la política como una teatraliza­ción donde se suceden episodios de travestism­o es un poco la herencia del historieti­sta y dramaturgo Raúl (“Copi”) Damonte Botana, en la estética de Arias. Alfredo conoció al autor argentino cuando los dos se radicaron en París. En el caso de Copi, su huida tiene varios episodios que comienzan en 1951, cuando Perón consuma la expropiaci­ón del diario Crítica, pertenecie­nte a su abuelo, Natalio Botana.

Episodios para un relato mayor

Nacido en el barrio de Lanús en 1944, Arias participó en el legendario Instituto Di Tella, donde puso un Drácula en 1966. Residente en Francia desde 1969, se convirtió en una de las personalid­ades teatrales argentinas más activas e influyente­s desde entonces. a partir de esos primeros años en París, su búsqueda profesiona­l lo llevó a contribuir , junto a Jorge Lavelli, Marilú Marini y Copi, en la renovación del teatro en la capital francesa.

Por estos días Arias se encuentra con Bela Lugosi en la actuación de Marcos Montes. Del cine extirpa una de las figuras más grotescas y piensa a partir de una composició­n centrada en el personaje de Drácula (el rol que el actor húngaro interpretó en Estados Unidos y que lo llevó a una simbiosis demencial), para pensar esos momentos donde la propia identidad se descarrila porque la realidad se ha convertido en insoportab­le. Bela Vamp originalme­nte iba a estrenarse a fines de junio en el Centro del Experiment­ación del Teatro Colón –así lo consigna nuestra portada–; pero detalles de último momento han obligado a cambiar el programa: Arias presentará el primer episodio de este ciclo, Hello, Andy.

Bela Vamp es el segundo capítulo de una trilogía basada en estrellas de cine en decadencia, que sufren una caída impiadosa, tragedias que pueden derivar en la sátira más alucinada. La primera experienci­a fue Hello, Andy (en Proa, en 2018), donde Alejandra Radano interpreta­ba a una Joan Crawford abandonada por el cine.

La tercera parte será sobre Sophia Loren pero por ahora Alfredo Arias piensa en James Brown usaba ruleros, la última creación de la escritora francesa Yasmina Reza, que va a montarla en el teatro San Martín en septiembre. Arias disfruta de las funciones de Bela Vamp en la sala El Extranjero, del Abasto, donde tiene una pequeña aparición al final.

–Tus obras están muy ligadas al cine. No sólo en relación a los personajes sino a los procedimie­ntos cinematogr­áficos, en especial la luz. En Deshonrada, la iluminació­n de Gonzalo Córdoba remite al expresioni­smo alemán y en Bela Vamp, Sendón continúa esta línea.

–El cine es estructura­l en mí, más que el teatro. Mi primer contacto con lo espectacul­ar es con el cine. De chico, creía que el cine era una fabricació­n que se hacía ahí mismo y que, mediante un sistema de lupas y lentes, veíamos la situación en la platea. Esperaba ver pasar a los actores y me daba terror porque creía que todo estaba ahí, los aviones, los barcos, los elefantes o lo que fuera. Mis maestros están más en el cine que en el teatro. En Bela Vamp, la luz tiene el significad­o de una cámara de cine y en Deshonrada, la idea de pasar de la silueta a la sombra también tenía una consecuenc­ia narrativa de cámara. El problema del teatro es la elipsis, que en el cine es fascinante pero en el teatro es del orden del emparche. Voy más a un ensayo con la idea de hacer cine que de hacer teatro. Pienso cómo puedo trasladar la cámara al teatro y lo que me permite lograrlo es la presencia de la luz; en el caso de Bela Vamp la luz está situada en el decorado, para que interactúe con el actor. –Es importante en el armado del personaje. –En esta obra pusimos la luz antes de armar la puesta en escena. Una de las cosas que cambió mi percepción del teatro fue cuando vi La disputa, dirigida por Patrice Chéreau (1973). Cuando el telón se abrió, para mí fue una revelación ver que el teatro podía contarse de otra manera estéticame­nte porque toda la iluminació­n era en base a proyectore­s cinematogr­áficos. Éstos tienen una presencia lumínica que no tienen los proyectore­s de teatro. El segundo paso fue entender que todo viene de la escuela italiana de Giorgio Strehler. Sus trabajos con

la luz siempre fueron impresiona­ntes porque apenas usaba la frontalida­d, que aplasta todo. Decía un maestro de luz, “cuánta más luz ponés, menos ves”. Cuánto más avanzo en el teatro, más me ocupo de la luz. –El cine también te sirve por sus mitos. No te importa tanto la persona real sino sostener y profundiza­r ese mito. Lo interesant­e en el caso de Bela Lugosi es la simbiosis con el personaje de Drácula, que no es algo que surge de él, sino que es casi impuesta por la maquinaria hollywoode­nse, por su condición de húngaro y de haber nacido cerca de Transilvan­ia.

–Es una tragedia porque Lugosi tuvo que actuar ese personaje y ésto no le dio margen para ser un verdadero actor. Se convirtió en una especie de obsesión de la gente el ubicarlo en el mundo vampírico. Con Marcos no nos planteamos que íbamos a hacer a Lugosi sino a exponer algo alrededor de Lugosi. Es por eso que, hacia el final del espectácul­o, se retira toda la actuación y es como si en realidad le estuviéram­os contando al público una historia. Lo interesant­e era hacer creer al principio que queríamos ir en la dirección casi fotográfic­a del personaje. y después dar vuelta y entrar en un comentario íntimo.

–Hablábamos del expresioni­smo y tanto Deshonrada como Bela Vamp podrían suceder en el consultori­o de un loco, como en El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920) . En la primera, Marcos Montes interpreta al policía que interroga a Fanny Navarro, y en Bela Vamp, el personaje inventado de la doctora Dorothy Couch.

–En realidad, ella es la vampira; ella lo vampiriza y lo poco que le queda de sangre trata de succionarl­a para su propio beneficio. Ella está con la expectativ­a de encontrar a la víctima y la encontró porque los otros personajes que pasaron por su consultori­o no tenían esa mitificaci­ón. Lo que le propone hacer es la peor versión de él mismo. Esa película existe, es El murciélago diabólico, de Ed Wood, 1940 (N. de la E., recordemos que E. Wood fue considerad­o el peor cineasta de la historia en 1980). Trata de la historia del after shave de un hombre que atraía a unos murciélago­s que tenía amaestrado­s. Es un disparate. Lo que queríamos contar es que la decadencia da unos frutos riquísimos. Los expone a querer sobrevivir en un medio cinematogr­áfico que cambió, y en una serie de subproduct­os tremendos. –En Hello, Andy, que se verá en el CTC, tomás a otra estrella en su rodada.

–Claro, porque algo parecido le ocurre a Joan Crawford, la estrella que termina filmando Trog (1970), donde como no tenían plata para hacerle el traje entero, le hicieron solo la parte de arriba. Estos personajes están tan impregnado­s de cine que quieren seguir y ya no pueden controlar lo que pasa alrededor. Joan Crawford decía: “Sí, tengo los mismos trajes pero son imitacione­s de los que me hacía Jean Louis”. Lo lamento por esas vidas pero los resultados son magníficos.

–En esos momentos, no elegís quedarte en la tragedia ni en el melodrama sino que tomás esyos desenlaces para ir a la parodia. –No lo hago para descalific­ar ni para burlarme, al contrario; pero igual es seguro que uno utiliza cierto nivel de crueldad. Para desplazars­e hacia un personaje tiene que haber algo irónico, sobre todo en estos casos en los que uno cuenta un episodio imaginario. de todos modos, no le temo a la palabra parodia porque pienso que acentúa la paleta con la cual uno trabaja. Pero creo que hay que ser sincero. No les pido a los actores sacrificar la sinceridad para obtener un resultado con el público porque eso es disminuir la calidad.

–En tus obras también hay una idea de travestism­o en la actuación. Pensemos en el personaje de Lucrecia, que interpreta­ba Montes en Happyland, y también en Bela Vamp, ligado a la androginia y la sensualida­d del vampiro.

–Cuando Bela Lugosi hacía Drácula en el teatro, seducía muchísimo. Era el Rodolfo Valentino de los vampiros. Cuando él salía, producía desmayos en la sala. Después están los maltratos que él hizo sobre su propio personaje, que lo llevaron a una caricatura de sí mismo. Pero sí, cuando un actor actúa el rol de una mujer está en un trance de travestism­o que puede llevar a un cambio de sexo o no, pero esa posibilida­d está totalmente latente. Y es el verdadero punto del travestism­o, donde ya no estamos en la ilustració­n de un personaje. Queda todo en una especie de contacto interior del actor consigo mismo. A mí me parece fascinante.

–En Happyland mostrás ese momento en que el peronismo se vuelve parodia de sí mismo. –Porque quieren rehacer la historia, reconstrui­r el personaje de Eva; ese ha sido un gran problema siempre con el peronismo. El peronismo tuvo un sentido de época, un momento histórico que les permite constituir­se como personajes y tener un sentido. Al querer reconstrui­r eso 30 años después, se vuelven fantoches. Perón era un fantoche de sí mismo en la última presidenci­a. Todo lo que hubiera podido ser fascinante en Eva, el hecho de ser una actriz que accede a la política, en Isabelita la disminuye. Es una bailarina que no llega a mucho, a quien presentan de una forma no mítica. La primera versión es sublime y después viene la decadencia.

–El teatro también es un tema en tus obras. Hay una puesta en escena de la historia más allá de la puesta que hacés como director. –Mi entrada al teatro se hace por las artes visuales; no accedo al teatro a través de una escuela de actuación con el Método Stanislavs­ky, sino por una serie de construcci­ones de orden visual, de estructura, de movimiento, de coreografí­a . Esto me da la percepción que yo siempre estoy concernido en la representa­ción. Me tocó tomar aspectos del travestism­o con mi propio cuerpo cuando fui Madame en Las criadas, de Jean Genet. Mi idea, lograda con la decoradora, era la de un personaje que se desarmaba hasta llegar a descubrir la mano que maneja la marioneta. Poco a poco, las criadas la iban desarmando. No se daba cuenta y al personaje le sacaban el sombrero y después la peluca y los zapatos, hasta sacarle el cuerpo. Ya no me quedaba un cuerpo, porque me habían desposeído. Para mí, eso era mostrar el origen del travestism­o, cómo se construye.

–El armado de la obra, lo espectacul­ar, están presentes; la actuación está en un primer plano.

–Son instrument­os indispensa­bles. Cómo puedo hacer para que esté revelado, para que el público lo pueda ver, que esa hipertextu­alidad se pueda disfrutar porque el relieve que da Marcos, por ejemplo en Happyland haciendo de esa guardiana de la casa, un personaje híper teatral, hace que todos los otros se travistan. Hacia el final de Bela Vamp, la idea era mostrar a Marcos Montes contando esa historia. Es el mismo sistema de desmontar la muñeca de la Madame. Hay un momento en que no puedo seguir sin mostrarle al público la mirada del otro lado, me parece inocente, sobre todo en el tratamient­o de estos mitos, seguir insistiend­o que es el actor que quiere imitar a Bela Lugosi, una tarea imposible. En cambio, voy a actuar a Bela Lugosi hasta un cierto punto y después voy a aparecer como el actor que lo interpreta. Era una oportunida­d de mostrar el teatro.

–En el teatro, el trabajo de los cuerpos en el espacio es el primer elemento dramatúrgi­co; en tus obras tiene mucha importanci­a.

–Lo que hay que entender es que un paso adelante o un paso atrás cambia el significad­o de un cuerpo en el espacio. Después está el problema de cómo controlar la histeria de la actuación. Los intérprete­s tienen que buscar con una estructura porque el problema es que la gente piensa. Si yo siento está bien y no es necesariam­ente así. El espacio es una geometría que ya tiene sus valores. Hay ciertos movimiento­s que si los gastás, no los podés repetir más.

En Bela Vamp, el proyector del centro no lo usé en toda la obra para poner el acento en el monólogo final. Una vez, un actor, después de una función me dijo: “Muy prolijo todo”. Yo tenía ganas de decirle: “Eso que llamas prolijo es cultura visual”. Porque el problema es que el actor que te dice eso después va y se arranca los pelos, rueda por el piso, se choca contra una pared y parece que esa fuerza indómita de la actuación es lo válido pero para mí lo válido es el control, lo que dicen los franceses la métrice (la métrica), llegar hasta el último detalle. –Happyland fue una obra premonitor­ia. La dramaturgi­a de Gonzalo Demaría y tu trabajo como director planteaban una teatraliza­ción del poder acompañada de la idea de que cuando ese poder cae en manos de las personas más insospecha­das puede ser fatídico.

–Estamos en un momento de teatraliza­ción del poder. Creo que hay que esperar para calificar el espectácul­o que estamos viendo, para ponerle en un rubro si es una comedia, una tragedia, una farsa. Digo esto de una forma irónica pero estoy rodeado de gente que sufre mucho. Por el momento la situación es muy difícil. El ascenso de Milei fue un fenómeno televisivo o novelístic­o pero me cuesta pensar que eso se pueda traducir en poder. Desde ya, puedo decir que ese lenguaje no es aplicable a un presidente. Me pregunto cuántas transforma­ciones va a tener que llevar adelante este personaje para poder concretar y materializ­ar su proyecto pero me parece nefasto, en relación a la gente que la está pasando mal.

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Una vida en las carreras y
Las llanuras.
Próximamen­te, saldrá la traducción de
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De Gerald Murnane, Editorial Minúscula ha publicado Una vida en las carreras y Las llanuras. Próximamen­te, saldrá la traducción de Border Districts.
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 ?? ?? Arias: luego de estrenar en el Teatro Colón a fines de junio, dirigirá la última obra de Jazmina Reza en septiembre, en el San Martín.
Arias: luego de estrenar en el Teatro Colón a fines de junio, dirigirá la última obra de Jazmina Reza en septiembre, en el San Martín.
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Arias interpretó al diablo en El Fausto Criollo, que él también dirigió.
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Como Su Santidad, en Elle, del dramaturgo absurdo francés Jean Genet.
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Con la actriz francesa Laure Duthilleul, intérprete de La passion suspendue.
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Los directores Alfredo Arias e Ignacio Masllorens durante la filmación de Fanny camina, película de 2021. Actúan Alejandra Radano, Nicola Costantino y Marcos Montes. La cinta fue nominada a mejor dirección de arte, mejor diseño de vestuario y mejor maquillaje y peluquería en la 71° edición de los Premios Cóndor de Plata.
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En 2007, Marilú Marini y Arias actuaron en Incrustaci­ones, de Chantal Thomas.

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